martes, 24 de julio de 2007

orlando de la matta relata la historia de 'rosario smowing' (orquesta local)

‘No se olviden de nosotros.’ (D. J. Casanova)

Mis amigos buenos días.
A manera de semblanza intentaré noticiar a todos los curiosos de cómo ocurrió la cronología de esta bella orquesta local:
Rosario Smowing.

Recuerdo que mediando marzo del gris año 1999, el amigo Diego Javier Casanova intentaba unos lances con su trompeta en el viejo patio de la casa de calle Río Bamba entre mates y bizcochitos de grasa. Escapaban de su instrumento algunos santos marchando en tiempo de verano y, cada tanto, una frase recurrente, de su propia autoría, con cierta cadencia pegadiza. En un momento, ‘el hombre que fue todas las ondas’ despegó los labios de la boquilla y, contemplando la vieja pava a mi lado, dijo pensativo y a modo de confesión: ‘sabe don Orlando: ando con ganas de reunir una orquesta. Una orquesta chica, para dar swing.’ Recibí sus palabras con gracia, alargando un amargo hasta su diestra acomodé las gafas en mi rostro y, tusando mi fino bigote, respondíle: ‘me parece muy bonito gesto Capitán, porque como dice el colega César Parisi en la Radio Nacional: ¿conoce usted algo más lindo que el jazz?’.
Su trompeta se balanceaba de nuevo entre los santos y la cadencia original mientras la sonrisa del Capitán me indicaba que él tenía reunida esa orquesta ya.
Por lo menos dentro de su cabeza.

Hubo pensado en todo me dijo, en casi todo, diría. Hubo pensado sobre todo en las ganas de tocar jazz, swing, recordaba aquellos viejos vinilos dixieland, ciertos discos del ‘Gitano’, bellas milongas y valsesitos de Leonel ‘el ofe’ en la casona de calle Gálvez. Pensó en un guitarrista y convocó a Yak Yaquinto, lo más británico de la ciudad, exceptuando claro la vieja esquina de Urquiza y Paraguay. Para el bajo eléctrico supuso a aquel amigo de toda la vida: ‘el vasquito’ Raúl Sarasíbar. Se conocían de siempre, desde cuando él, ‘el vasquito’, era tucumano y vivía en un piso12. En los tambores imaginó a Carlos Lucchese. Y lo convocó, pero el free jazz les ganó la partida a todos y ése puesto quedó vacante hasta el acercamiento de Juan Porrini, hombre del rock nacional, lo cual significó swing rápido. apurado. Al piano se plantó ‘Hamburguesa’, de 'Scraps', Daniel Vega se llama, buen músico, siempre le gritan improperios en los shows.
Y la delantera, los vientos: capitaneados por el mismo Casanova en trompeta y voz, Vladimir Garbulsky en clarinete: un tipo experimentado, hombre de tablas, y Roberto Cagnone en la otra trompeta. Con ese plantel se sucedieron periódicos ensayos en el extinto salón ‘La familia’ de la calle Entre Ríos.
Hubo una vez cierto ensayo en el que ‘el vasquito’ se demoró un poco en llegar al salón y Yak tomó prestado el bajo eléctrico, mientras esperaban. Tocó y tocó hasta que Raúl llegó y se colgó la guitarra entre las manos. Los dos estaban cómodos en sus nuevos zapatos.
Decidieron intentarlo y funcionó. Las melodías del ‘vasquito’ se desplegaban como si hubiesen estado esperando que esas manos tomaran la guitarra y las liberase en caudal. Los dedos de Yaquinto bajaban y subían, golpeaban las cuatro cuerdas con el beat exacto, cómodos en el swing, dando estructuras básicas como sólo un arquitecto podría lograr.
Así, con esta formación, continúan ensayando y componiendo (Casanova y Yak y Raúl sobretodo, aunque los arreglos y definiciones estuvieron siempre sujetos a la opinión de todos).
Descubren así el carácter democrático de la orquesta, actitud sostenida aún hasta nuestros días. Ensayan y componen, componen y ensayan. ‘El vasquito’ Raúl llegaba a los ensayos y mostraba una melodía nueva cada vez, apoyadas siempre por las bases de Yak y las letras del Capitán, llegando a consolidarse él, ‘el vasquito’, como una usina, una factoría de melodías en sí mismo.
Ciertas tardes, mientras don calo armaba algo o el capitán buscaba a su hijo tomás en la escuela, el vasco y hamburguesa se enroscaban en interminables composiciones floydianas, insoportables. por fortuna, retornaba el capitán al salón y acomodaba un poco las mentes de estos dos dementes. Luego de un tiempo de maduración, estuvieron listos para presentar su primer conjunto de canciones en un ciclo que se desarrolló en el Centro de Expresiones Contemporáneas, a la sazón el C. E. C., el cual se intituló: “jueves en banda”.
Así, el jueves trece de abril del año 2000, ante una expectante concurrencia, efectuaron su debut. Conservo siempre en la memoria a una pareja que bailaba en el centro mismo del ruedo, bajo la tarima de la orquesta, allí, en donde hay que bailar. y no podía dejar de bailar, aún después del show.
Poco tiempo después dan un concierto en el viejo teatro ‘Caras y caretas’, de la calle Corrientes, casi presentados por un servidor, olvidable performance ahogada en el silencio de los micrófonos. Swing demasiado rápido para ser llamado ‘swing’. Hasta que después de un show en el mítico club Theyler del barrio La guardia, el 25 de mayo del 2000, se separan de la orquesta el baterista Juan Porrini y el pianista Hamburvega, dejando las vacantes para que las cubran respectiva y magistralmente Hugo ‘cachorro’ Coronel y Silvestre ‘silverfinger’ Borgatello.
Entonces: el vasco Raúl (gtr), Yak Yaquinto (bajo), Huguito Coronel (batería), Silvestre Borgatello (piano), vladimir Garbulsky (clarinete), Roberto Cagnone (trompeta, sordina) y Diego Javier Casanova (trompeta, voz), contando con el invaluable apoyo técnico en escenarios de Bambam Krassniaski y don Calo Kalito: sensei y saltamontes.
Esta formación es la que hace gran parte del camino y en ése período es cuando más canciones se componen y arreglan. Se vuelca una serie de conciertos al público que los empieza a seguir de acuerdo a las canciones bailables y melodiosas que da la orquesta.
(continúa)

sábado, 6 de enero de 2007

'Otro Aguirre, otra ira' (II) relato

17 de Mayo de 1975

Bajaba por la pendiente de una calle descubierta; bajo el cielo negro de amenazas, silbando un ‘tinta roja’ destemplado, apagado por saberlo prohibido. Indefenso ante el tiempo. El tiempo se lo pasaba amenazando, dando temor. El espeso olor de la calle le inquietaba la nariz, el olfato. Calmó el asco con un poco de tabaco, respirando hondo cada bocanada. Abollando el atado colorado en su enorme diestra lo arrojó a la calle deliberadamente. Odiaba esa ciudad hedionda llena de milicos, sucia, fría por demás. La Bestia enfiló lento hacia los piringundines de puerto, con sed, sin deseo, confundiendo la ciudad con otra mujer. Las últimas gotas de tinta roja se disolvieron hasta apagarse junto al recuerdo de ciudades remotas. Cargó un áspero gargajo y escupió con puntería, años de escupir.
La obscura bienvenida se adelantó con el gesto del barman, quien destapando una botella verde llenó un vaso de ancho culo, gordo, transparente y pesado. El recién llegado, arrancando la estampilla azul a un atado de Colorado, sentando sus carnes en una banqueta brillante, acodándose sobre el rojo desteñido de la barra, saludó:
- ¿Qué decís, pibe?- y, señalando el vaso que el otro depositaba sobre una impecable servilleta, agregó:
- Qué disciplina la tuya, todavía no me senté y vos... -Señaló otra vez. Mientras en el tocadiscos arrancaba un tango, el barman agradeció:
- Ya ve jefe, estamos para servir.- Incapaz de comprender el real significado de su elocuente sentencia, acomodó las botellas de bajo la brillosa, la desteñida barra; el agradecido, el servicial, el obediente barman. Resistiendo los años de la púa y los propios, el disco insistía en el aire.
Al empinar el primer trago, Aguirre escuchó atento el tango sonando, lejano. Escuchó que en cierto fondín, el tano lloraba algún rubio amor. Creyó escuchar por unos segundos la templada voz de su vecino a través de un tapial allá en la infancia. Sin dejarse ganar, interceptando al barman, el brazo casi en alto, dijo:
- Ese tango está prohibido, pibe. Te vas a meter en un quilombo si empieza a caer el milicaje.- Lo dijo en un tono intermedio, sin ánimos de intimidar. Se dio asco, el tango le gustaba. Pero estaba prohibido.
- No en Bahía Blanca, jefe, no en Bahía Blanca.- Retrucó el complaciente, el siempre dispuesto barman.
Exacto, se dijo Aguirre, está prohibido pero no para nosotros. Está prohibido para la gente, para el pueblo. Tanteó el atado y encendió otro cigarrillo, vació el trago y dijo otra pibe. Enseguida jefe, se escuchó desde detrás de la barra. Tentó en el fondo de la cabeza: no para nosotros: no. Hubo un intervalo. Nosotros. No.

Al calor de la ginebra recordó el momento exacto en que Elena abandonó la ciudad. No Bahía Blanca, otra ciudad perdida allá en la adolescente torpeza de Aguirre, a sus diecisiete años. Dejó que la memoria fluyera, desenterrando imágenes poco a poco, sin prisa ni deseo. Otra vez. Revivió el segundo momento, el de la real soledad. El estupor de la partida de Elena le paralizaba, sus cortos catorce años se licuaron en una espaciada parodia de llanto seco, angustia mal dicha que nunca sabría rodar por sus mejillas. Maldijo al padre de ella, militar. El traslado de éste le robaba lo único que pudo llegar al alma de La Bestia, si es que tuvo alguna. Ella, torpe adolescente, se sumió en un mutismo infranqueable dejándolo a él, bruta bestia, hundido en el odio y el silencio.
En el silencio que lo envolvía juró volver a ser el mismo animal instintivo que era antes de que las rosadas caricias de Elena le tocaran. Solo se quedó su dolor para encontrarse con la pena unas cuadras más lejos, cerca del boliche del Ñato, que ya empezaba a frecuentar, forjando así una coraza de bebida y brutalidad para el dolor, para dejar el dolor afuera. Allí, en el boliche le apodarían ‘la bestia aguirre’. Alli en ese boliche comenzo a ser quien seria hoy, en bahia blanca. Escuchó, desde el fondo de su cráneo, una orden clara y efectiva.

La oscuridad y la sordidez del sitio se hicieron palpables nuevamente.
La calva cabeza del barman asintiendo a un uniforme limpio destacaba contra los sucios espejos del fondo de botellas, en silencio. Entonces no vio más a Elena, su partida. Saludando con gestos a los recien llegados, percibio el final del tango. El boliche sucio del Ñato se desdibujaba en su mente, convirtiéndose en el oscuro piringundín en el que estaba en realidad. comenzaba a retornar. Lentamente, sin expresiones en su rostro, fumando como siempre, cavilando.
En silencio. Volviendo mecánicamente a Bahía Blanca y su tiempo suspendido en el aire, llenó los pulmones con el vaho del alcohol en el fondo gordo y pesado del culo del vaso, apuró el trago y ordenó otra, en silencio, en el mortal silencio que el tiempo le regalaba.

(continuara)

julio t.-2000-

El final de los baldes (relato)

Vastedades de arena. Por donde mis ojos ven: arena y escasos yuyos, altos. Entre dunas veo matas, no pueden ser más que yuyos. Hay veces en que huelo y hasta puedo divisar una ó dos franjas de playa. Supongo que debo decir costas. Adivino una mancha azulverdosa en el límite de esas costas. Vago en un cabo, humedecido en su longitud, inabarcable, solitario. Intentar ganar las costas, cualquiera de ellas, es tarea más que inútil. El viento detiene mi precario avanzar, o la arena, no sé. Mi edad.
Cansancio de acumular miles millones de pasos entre cambiantes morros, vastedades resecas permiten que avance deteniéndome. Despierto con el Sol abrasando la piel en mi rostro. Mi rostro, dejé de verlo; hace siglos, imagino. Sé, siento, que ha mutado al ritmo inacabable de las arenas, del oleaje de los médanos. Mis manos, no puedo ya verlas. Mis manos, mi rostro; fuesen dichosas, lozano. Vastedades de arena. La bruma permite divisar un faro, o lo que parece un faro. Lejano, enhiesto a pesar del tiempo y las blancas crestas de la sal. Horadado, brilla siempre su vuelta completa; sé de la noche, entonces.
Pude recordar, cierta vez bajo sus reflejos truncos, mis tiempos vividos, cuando con mis hermanos y hermanas bañamos nuestras humanidades desnudas mutuamente, salpicando las risas juveniles en la tierra grasosa de jabones, evitando el final de los baldes al enjuagar. El Sol nos entibiaba la carne, natural fervor. Es imposible pensar tentar alcanzarlos. Sé esto y lo repito minuto a segundo, mis dislocadas piernas no descansan ni detienen su avance. Estático, busco alcanzar el recuerdo, el faro, indistintamente. Tuve una Lengua, un idioma que decían mis palabras. Vi equinoccios memorables, artífices. Olvidé lo que sus letras decían, olvidé qué es equinoccio, olvidar. Brusco caigo, exhausto, detenido por un segmento. Creo haber llegado así al final. Me engaño: todo recomienza. Las arenas acumuladas, por acción del viento, sepultan parcialmente lo que queda de mí en este trajín. Amanece con cierto sopor. Noto las dunas: han cambiado de posiciones. Puedo oler la Mar. Sueño su fresco lomo blancoazul despierto entre lo áspero y la consistencia del sueño. En su vastedad, transportan todo a planos diferentes, mis despojos. Errátil, sin tiempo en un océano de arenas que no me ahoga ni sepulta, vago. Vastedades de arena, eso soy.
Eso fui.
Eso seré.


- julio t. – 2000 – uruguay/rosario -

ensayo

intro

dentro de la vasta obra del escritor irlandés samuel beckett (foxrock, 1906 – parís, 1989) existe un período que encierra un momento social y político de una parte determinada del mundo, un claro alerta, aterrador: “fragmento de monólogo” (1979), “solo” (1981), “catástrofe” (1982), “¿qué, dónde?” (1983)

la patagonia, samuel beckett y la desaparición de las palabras

“¡no soy un número, soy un hombre libre!”
(patrick macgoohan, ‘the prisoner’, 1967)


en “cómo es”, novela publicada en el año 1961, el autor, omnipotente, manipula al extremo su propia obra. la tortura al punto de convertir las palabras en guarismos, números que fluctúan en una porción de cifras y nos muestran explícitamente el tema del torturador que, fallando en su acción, es torturado, una vez más.
en este texto, la voz de beckett muta hasta llegar a un discurso que cuenta con no más de cincuenta palabras utilizadas como los tonos de una paleta de pintor o las variaciones que un compositor musical introduce en su partitura.
lo que beckett dice en estas piezas es universal y, casi, atemporal muy significativo es, entonces, el momento en que fueron escritas.
por esto no es tan descabellado pensar que se refiere al estadio social de argentina durante los años 1976/ 1983. dice ‘patagonia’. pudiendo decir tanto, comprime todo lo que no dice en esa palabra que sabe a sur, que dice américa.
por un lado están “fragmento de monólogo” (1979) y “solo” (1981), dos visiones de una misma situación, primero escrita en inglés, y luego, con ciertas diferencias, versionada en francés, su idioma adoptivo.

cito, de “fragmento de monólogo”:
‘el nacimiento fue su muerte. otra vez. las palabras son pocas. morir también... ... duro creer tan poco. de funeral en funeral. funerales de... él. todos excepto digamos los seres queridos. treintamil noches. duro creer tan poco. nacido muerto de noche... ... muriendo. ni más ni menos. no. menos. menos para morir. siempre menos. como la luz y el anochecer. permanece allí mirando hacia el este. superficie blanca salpicada de rosa una vez blanca en sombras. una vez pudo nombrarles a todos ellos. allí el padre. aquel vacío gris. allí la madre. aquellla otra. allí juntos. sonriendo. el día de la boda. allí los tres. aquella mancha gris. allí solo. el solo. no ahora. olvidado. todo pasado tanto tiempo. ido. arrancado y rasgado en jirones. esparcido por todo el suelo. barrido fuera del camino y olvidado. mil jirones bajo la cama con el polvo y las arañas. todo él... todo él excepto digamos los seres queridos. permanece allí frente a la pared mirando más allá. nada allí tampoco. nada moviéndose allí tampoco... ... treintamil noches... ... fundido. ido. mudado hacia otras cosas. trata de mudarse. a otras cosas. ¿a cuanta distancia de la pared? casi tocando con la cabeza. como en la ventana. los ojos pegados al cristal mirando fuera. fijamente. nada agitándose. vasta negrura... ... treintamil noches de fantasmas más allá. más allá aquel negro más allá. luz de fantasmas. noches de fantasmas. habitaciones de fantasmas. tumbas de fantasmas. fantasmas... él todo excepto digamos los fantasmas queridos.’
más que elocuentes son las palabras ordenadas en la forma en que el irlandés lo hizo.

cito, de “solo”:
‘... nada que se mueva. que se mueva apenas. treintamil noches de fantasmas más allá. noches fantasmas. funeral fantasma. seres queridos... iba a decir seres queridos fantasmas. allí pues mirando fijamente el vacío negro. con los labios temblorosos por las palabras apenas percibidas. tratando de otras cosas. intentando tratar de otras cosas. hasta como que apenas hay otras cosas. nunca hubo otras cosas. nunca una sola cosa. los muertos y los idos. la vida que miran ellos. a partir de la palabra va. palabra vete. como la luz ahora. a punto de irse...’

beckett permite que se escuchen veladamente las voces que dicen exilio, desaparición. nos deja mudos ante la crudeza del discurso del personaje, un hablante de cabello gris, de mirada difusa como la luz que le ilumina, sin expresión, parado a la izquierda de un escenario despojado, vacío casi, pobre en elementos pero cargado de una expresividad extrema en su conjunto, tan contundente como esos llantos que no callan, aún hoy.
como predijera james joyce en su ensayo “drama y vida”, leído el veinte de enero de 1900, en dublín: ‘... sea cual fuere la forma que el drama adopte, esta forma no puede ser una superestructura, ni tampoco puede ser convencional. en literatura las convenciones son toleradas, debido a que la literatura es comparativamente una forma menos elevada del arte. la literatura se mantiene con vida gracias al empleo de reconstituyentes, florece mediante las convenciones establecidas en todas las relaciones humanas, en toda actualidad. en el futuro, el drama será el enemigo de las convenciones, si es que ha de convertirse verdaderamente en realidad. si se tiene una clara idea del cuerpo del drama, se verá claramente cuál es la vestimenta que mejor le sienta.’
vimos claramente, al correr del siglo que muere, que el despojo fue dicha vestimenta. el despojo de la acción el despojo en la anécdota; el despojo de las palabras, que desaparecen, recrean al silencio.
en “catástrofe”, dedicada al dramaturgo checo vaclav havel; disidente, depurado por las autoridades de su país; se tortura, se amordaza al protagonista, un ser mudo e inmóvil, para despojar a la escena de todo recurso ya visto, mal dicho.

escena catástrofe:
‘... asistente: (tímidamente) – ¿no podría... levantar la cabeza... un instante... que se viera la cara... sólo un instante?
director: (exasperado) – ¡vaya por dios, lo que hay que oír!, ¡levantar la cabeza!, ¿dónde crees que estamos? ¿en la patagonia?, levantar la cabeza, ¡vaya por dios! (pausa) bien. ya tenemos aquí nuestra catástrofe. una vez más y me largo.
asistente: (a lucas, iluminador) - una vez más y se larga.’

en este discurso de ‘director’ figura la palabra disparadora, intentar levantar la cabeza como si estuviese en la patagonia. si se toma en cuenta el año en que la pieza fue escrita veremos que el irlandés desliza, refiriéndose, en una palabra, una concreta situación. el protagonista no habla, no se mueve, no se queja siquiera: no levanta su cabeza; refleja, pues, un pueblo oprimido.
en “¿qué, dónde?”, disfrazando en frases y estructuras de juego infantil certeras sesiones de tortura, nos muestra los poderes absolutos y la lábil función del funcionario, siempre reemplazable. retoma el tema del torturador torturado, la crueldad extrema por conseguir que alguien diga lo que se le inquiere y el eterno sentimiento humano de no delatar, no relatar lo que se nos cuestiona brutalmente, no querer expresar por obligación.
como dijera en testimonios orales el mismo beckett: ‘prefiero la expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresarlo, desde dónde expresarlo, no poder expresarlo, no querer expresarlo, junto con la obligación de expresarlo.’
juego de niños en la dicción, tortura cruel y demoradas confesiones en la acción.
si sabemos que el teatro es ese arte aparentemente condenado a la mimesis como consecuencia de la similitud entre sus signos y referentes, no podemos dejar de vernos el reflejo, si somos patagónicos al fin. dice de nosotros, de nuestra historia, más que muchas otras piezas nacionales, plagadas de golpes de efecto, bajos crueles juegos de la memoria.
beckett, irlandés, viviendo en parís, europeo en fin, deja ver, entrever, que el atomizado pueblo patagónico sufre, no se queja, no levanta su cabeza. permite querer entrever cómo le relata a europa la situación que oculta a un país – un continente -, que él soterra en una frase simple y deslizada como si el azar del decir funcionase caprichosamente, como si se nombrara: por omisión.

julio t. – 2000 / 2003-

El mocoso (relato)

Espero quede aclarado en parte alguna que todo lo que acaso declaro puede no ser la verdad, digo: todo puede no ser la verdad.
El era un nene, la guillotina le cercenaba, palabra tras palabra. Su madre, la guillotina, gritaba horribles insultos, simplificaba de manera elocuente al lenguaje, le amenazaba. El era un nombre hasta el momento en que, en silencio, prohibió se lo nombre. Su madre, nombraba con diferentes palabras a su único hijo, al nene, designaba inconcebibles nombres para él, el engendro, mientras se decía en letanía él: "nunca jamás diré lo que estoy a punto de decir: Soy el que no debe nombre alguno, el que no contrarresta elogios ni brujería, el que se llama a silencio, el que prefiere callar." Al cerrar los labios sobre sus dientes - porque había murmurado eso como quien se escucha rezar, tapando la "r" final de la palabra final - supo que nunca en toda su futura existencia necesitaría de la palabra dicha. El era al cual los colores nunca le gritaban, le coincidían, no lo maltrataban. La pared vecina, por donde se colaba el Sol, era un desierto donde perder el cuerpo y la mente, donde esconderse de los gritos filos de la guillotina que caían sobre cada palabra, cercenando, destruyendo al construir otro lenguaje. Era el lugar de reunión con el pequeño gato, un tigre real a sus ojos, quien le contaba historias increíbles, cada tarde. Intentaba habitar ese desierto para escuchar los relatos del gato. Era donde la sed no lo tocaba, los gritos se oían, lejos. Hay veces comía lo corrupto, la vaca asada, si podía, sin hablar. Despertaba luego, en medio de ingobernables delirios, en el caos de su habitación obscura, escuchando una voz vociferar: "Queso y frutas, que eso soy, que soy frutas!" Y reía, sin ruido, inacabable, volviendo a caer en el pozo de dentro de su cama, sintiéndose parte de un árbol. Dormía horas y despertaba en absoluto silencio, sólo cortajeado por la voz filosa, de cuando en vez, no siempre. Comía siempre: un cazo de porotos colorados, soja ajos y arroz, en vinagre, en silencio. La total obscuridad le envolvía las manos, la comida, los utensilios con los que se ayudaba. La total obscuridad envolvía al gato real, al tigre. No recordaba sueño alguno en el cual el tigre real le haya dicho mal, lo haya maldito. Y si le invadía un mortal aburrimiento, le hacía sitio contándose relatos, intentando calmar. Oía, entonces, tragando, historias. Cambiaba, luego, palabra por palabra hasta que cada historia se convertía en otra, mutaba. Flotaba un sacro silencio en el aire que solo era roto por la voz de pájaro de su madre, voz de bronquio desgastado, insultando lo poco que había de él, del nene. Cercenaba palabra tras palabra hasta inacabar en un balbuceo estúpido. El oculto sol tras los muros le cantaba sordas canciones que sólo con la ayuda del gato podía escuchar. Eran ocultos también los rostros de la variopinta gama de subnormalidades que rodeaban el vecindario. Oía ruidos insoportablemente tenues como para ser percibidos. Oía, digo, indecibles domingos de fútbol en la voz fétida de uno de sus vecinos, voz sin inflexiones, sin sonido. Lamentaba entonces que el Sol no les quemase la cabeza. Ningún ruido le despertaba tamaño odio como las voces de su madre. Acaso eran las tardes en que la lluvia castigaba salvajemente al mundo cuando era menos infelíz. Ya sé, debiera decir: "más felíz", pero no. La lluvia golpeaba chapas que se oponían con las carcajadas propias de las tormentas sin rayos. Ahí era donde no podía ver al gato, escuchar sus relatos. Podía ser el mismo tigre a sus ojos quien reinventara cada historia, podía ser su memoria óptima de infante; él, el nene, podía ser sólo una memoria funcionando y no notarlo. El tigre podría haber relatado toda esta historia a mis ojos incrédulos, pude escucharla a través de paredes, pudimos complotarnos, el gato y yo, para contarles esta historia, al nene y el tigre. Pudimos decirles que era todo más desastroso aún que la voz de su madre, la guillotina, los domingos. Decirle por ejemplo, al nene, de las veces en que el río se oscureció hasta el color de lo muerto, desesperado; contarle, al tigre, cuando enmudeció la ciudad entera ante la nieve cayendo, inesperada. Lo vano de la desesperación, la palidez muerta de la nieve sobre lo negro del río, etcoetera. Pudimos decirle mentiras, mentirles la verdad, las incongruencias de todo relato. Pero no.
Julio t. Rosario del 1999/2000

'As de trece' (novela en curso)


a) ‘el humano y sus secreciones’

Lentamente, espaciados, a traves de la ventana que comunica el salón con mis manos laboriosas, llegan los grupos de pocillos sucios de café, algunos a medio terminar. Lenta, pausadamente, acompañados por el ritmo de la camarera, los objetos van sumergiéndose en una turbia agua de detergente, café y restos de gaseosas aguadas. Allí descansan breves instantes hasta que mis propias antedichas manos les desprenden la mugre, les enjuagan el blanco a las porcelanas, el trasluz del brillo a los vidrios, con una esponja amarillo y verde. Hay veces en que contienen restos de sobres de azúcar o edulcorante aplastados entre el fondo de café del pocillo y el culo del vasito de soda vacío, encajado dentro, lleno de cenizas, restos de papel. Colillas de cigarrillos asquerosamente empapadas en lo que fuera un pálido cortado liviano, espumoso. Las cucharitas vienen en grupos dentro de los vasos de trago largo, en restos de soda turbios, sucias, sin gas.
Una vez ingresada cierta cantidad y separados por sectores en el fondo invisible de la bacha llena de espumoso detergente: comienza un intenso lavado que acumula vajilla húmeda en una vasera algo vieja y oxidada por sectores pero harto útil para el escurrido. Los sonidos se mezclan con el trueno constante y nada creador del extractor de aire, amplificado en la inmensa campana bordeaux, de antióxido y las heladeras que tiemblan metálicamente. La radio descarga una voz que dice los resultados del fútbol del campeonato que terminó ayer y pronostica los del que comienza esta noche, apenas audible, nada graciosa. Lavo vasos sin mirarlos. Siento el agua tibia y las formas no exactamente iguales de los vasos que, enjabonados, se detienen un momento esperando ser enjuagados. Siento lo resbaloso del detergente, corrosivo a mi piel. Miro. Veo el lugar de cada vaso, frágil. La esponja y sus dos lados marcadamente diferentes juega en mi mano derecha, se mete con impune acrobacia en las bocas hasta tocar fondo y sale satisfecha, limpiando todo vestigio de humano que pueda haber quedado entre el vidrio y el aire. Un ruido, sordo, me abre la vista hacia la izquierda: la cara delgada y redonda de la camarera, asomando, pregunta si tengo vajilla limpia y si se la puedo alcanzar cuando pueda, por favor. Detrás de su voz, pero por sobre todo rueda un rumor de gente en acción, en palabra. Sí. Mis dos respuestas son: sí. Se va, agradecida en un murmullo amortiguado. Enjuago mis manos, las seco pobremente en el delantal, grueso, y acerco la bandeja con algunas cucharitas para el café y vasos boca abajo, escurriendo, hasta la ventana. Abro la puerta y el rumor se traga mis oídos. Voces. Voces y música: imposible descifrarlas. Recibo una bocanada de aire frío del salón, falso fresco aire. Bajo la puerta de la ventana y retorno a mi cápsula, a mi cosmos. Seguro en mi soledad descanso en el rincón un inmenso minuto, el reloj dice la hora diecinueve cuaretnta, López debe estar llegando a ‘el Susto’. La voz de la radio se va adelgazando hasta silenciar su descarga monótona y su falta, el silencio, me despabila. Aprovecho la oportunidad para desconectarla con la clara intención de encenderla dentro de un rato, descansar los oídos. Veo ‘el Susto’ amarillento y cálido, con sus hileras de botellas de otros siglos en la pared del fondo del estaño y éste, enorme, imponente, soportando codos y vasos, ceniceros atestados y monedas que caen cada vez con peor gracia, las recuerdo con los ruidos, cada vez más nítidos, que me envuelven. Las voces sobre todo, sin aire fresco, voces no más.
Retorno a la pileta y sigo lavando, enjuagando sólidas piezas. El agua. El ritmo de los vasos y la vajilla sucia de labios ajenos y café. Lo resbaloso del detergente que hace resbalosos a los objetos. De súbito recuerdo: ayer, mientras preparaba la mezcla para cocinar panqueques, salpiqué mis pies desnudos en sandalias con volátil harina. Un rato más tarde cayó fresca agua sobre ellos, pobres cansados pies y pensé en el pan, en los zapatos de pan de Salvador Dalí, en los pies del cristo, en el pan que Él legara; en el cristo que pintara Salvador al cual es difícil verle los pies. las voces me daban estos matices, estos destellos aburridos de la gracia. Las voces apagadas del salón y las más apagadas aún de mis recuerdos. Vívidamente opacas, devolvían la imagen de una sonrisa a mi cara, indescifrable. Jubilosamente, descubro la propia mueca y retorno al instante, al momento de gracia que estoy experimentando. Giro. No caigo y sigo trabajando en armónicos, húmedos movimientos. La hora continúa su discurrir.
En cualquier momento llegará el negro ‘Noway’. El reloj así lo indica. Hombre probo, obrero como pocos, creo que en su lento ser reside su sabiduría. Cocina pizzas con la gracia de un centrehalf de San Lorenzo de Almagro definiendo certero un furioso empate, henchido en la azulgrana de piqué. Consigue que los diversos pedidos se aúnen en obra maestra del antiguo arte de la pizza y desconcierta a los encargados que le preguntan por la ventana grande: ‘¿ya está..? ¿todo?’ con esas caras de estúpidos y ‘Noway’ sonríe y asiente, satisfecho ante el estupor ajeno. El negro ‘Noway’, ‘No way’ o ‘nogüey’ como él mismo dice de sí, es un gigante de veintisiete años macizos de vida certera en el legendario barrio ‘Las Flores’ que, habiéndose casado con una menuda abogada de clase media a la cual conoció en el azar de un litigio que les rozaba apenas por el borde la vida de ambos, enderezó su rumbo al encontrar el amor de su mujer y, luego, sus dos hijos. Ella se ve feliz siempre que aparece con uno de los gemelos, tranquila en su andar, como el mismo negro ‘Noway’. Él supo boxear en otras épocas, antes de sus horribles problemas y antes de conocer a Miriam; ‘la Miriam’, dice él, y sus ojos se rebalsan de agua que enjuaga y entornan la sonrisa. Supongo que ambos han encontrado su rela sitio en el universo, al conocerse. Sus vidas mutaron a lo que son hoy bruscamente, por fuerza. Ellos no lo notaron hasta hace muy poco tiempo, seis años más tarde. Mientras los gemelos crecen al ritmo agigantado del padre, nunca puedo distinguirlos. Inteligentemente, el negro y Miriam han optado por que cada uno de los niños tenga una vida y no que haya una vida exactamente igual para ambos: exactos pantalones, mismas remeras, idéntico corte del pelo, etcéteras etcéteras. Por eso es que me desorientan, nunca sé realmente ante cuál de ellos estoy, mutan.
Al desorientarme pienso inmediata e infaliblemente en mi amigo López, ‘el errante’, ‘aquel-que-camina-por-sobre-el-mundo-sin-fin’, mi compañero desde siempre: ‘Oriente’.
Winston López, mulato uruguayo nacido en Montevideo en el año 1969. Hijo de una uruguaya y un argentino, ambos de raza judía. El apellido de su bisabuelo paterno, el que bajara del barco en febrero del año 1882, no era exactamente ‘López’, pero el criollo empleado de aduana que registraba a cada inmigrante en un enorme libro negro no comprendía una sola palabra de las que traía en la boca este ruso alto y delgado como una espiga, entonces fijó la vista en el último apellido que había anotado y escribió: ‘López’, dudó y agregó: ‘Isaac’, que era lo único que comprendía al escuchar al ruso. Los símbolos que le mostraba éste desde un grueso papel anmarillo nada significaban. Entonces, calculando e inventando, llenó el formulario de desembarque y dio entrada al país a ‘Isaac López, ruso, 20 años’. Y así, renombrado, desembarcó el ruso Isaac en el puerto de la ciudad de Buenos Aires, en Febrero de 1882, a la real edad de diecisiete años. Este muchacho alto y estirado se convertiría en ‘el viejo papá Isaac’, el bisabuelo de ‘Oriente’.
Noventa años más lejos nacía en Montevideo Winston, el errante.
En un atardecer soleado del soleado Uruguay.
Mintiéndome, creo ver todo eso ahora, ensoñado. Ahora, ciento veinte años después, su bisnieto regresa al mundo, a la ancha enormidad del globo terráqueo, por tierra, aire y agua. Atraviesa el fuego y lñas distancias, se acerca a la pequeñez del mundo. Ha visto océanos desiertos desde la congelada proa de un carguero holandés, montañas de carbón recién extraído de una mina ene l Canadá, naranjos matemáticamente plantados en el sur de Israel. Ha escuchado Londres a las dos de la mañana de un viernes, ha sentido el calor explotar en su cuerpo en una fiesta en Miami en el año ’95, ha debido rezar en aquella ocasión de muerte y año nuevo en Japón, creo que en kyoto. Ha visto películas hermosas, protagonizadas por Charlton Heston, en mi casa, junto a mi madre, bebiendo sabroso té nacional con tortas de chocolate. A narrado sus selectas anécdotas a mis padres en jornadas veraniegas, en las cuales la ciudad parecía derretirse una y otra vez sobre sí misma generando una melaza en el ambiente, mientras mi hermana cortaba y distribuía melones escritos: el elixir. ‘Oriente’ ha sido una brújula en todo sentido para mi vida, ha delimitado senderos y pude transitar sin temor a lastimar mis pies, hollar. Ahora, en este preciso instante está sentado en una mesa de ‘el Susto’, fragmentando una cerveza entre él y sus anotaciones.
Investiga el interior y el exterior humano con uina minuciosidad que un entomólogo querría tener la noche de su tesis. Anota, todo lo que ve lo anota en donde puede. Luego decodifica en cuadernos. Anota en varios idiomas, su capacidad errante le brinda tal don. A lo largo de todo su gran viaje por la vida ha ido anotando impresiones, fragmnetos de viajes, kilómetros de tinta vividos en el único sentido de la aventura, como aquellos románticos historietistas italianos.: la aventura. ‘Oriente’ vio aparecer el sol en África, a escasos metros de una jauría de hienas, pudo ver cómo en pocos minutos una mancha en le piso era todo lo que quedaba de una presa: adultos alimentando a sus cachorros, lamiendo el borde de un filo, las especies en conjunción. Sintió hambre alguna vez . Y, siempre, fue un hombre afortunado.
- Loco... – tal el saludo de ‘No way’ llegando, arrancándome repentinamente de mi fortuna.
- Cómo va... – respondo sin mirarle, presintiendo sus movimientos: levanta el brazo para descolgar la llave del vestuario, medio cuerpo dentro de la cocina, gira y, en el mismo movimiento se enfrenta a la cerradura que cede: el vestuario y su olor a metal son ahora enteramente suyos. Cierra la puerta.
Ahora estoy sujeto a una relación. Desde este preciso momento mi soledad, el reinado, se desvanecen. Debo compartir con otro sujeto el tiempo que dure la jornada.
Soy afortunado: ese sujeto será ‘Noway’.


(continuarà)

'as de trece' (novela en curso)

b) de los recuerdos en el júbilo

“la nacionalidad debe hallar las razones de su arraigo
en algo que supere y trascienda e informe realidades
tan cambiantes como la sangre y la palabra humanas.”
(james joyce, ‘critical writings’)


‘El Susto’ a las dos de la mañana de un martes tiene la apariencia de estar cerrando constantemente. Amarillean los rincones con destellos inusitados, sólo perceptibles por ojos adaptados a los cambios de la luz del antiguo local. hasta los sonidos van tornando húmedos, verde y ocre en la penumbra.
Es que el lunes es el fin de la semana en ‘el Susto’.
El salón es un calmo océano de treinta y seis bloques de mármol de diversos tonos de verde, montados sobre nobles patas de metal, sólo posados. De las tantas mesas que conforman el terreno sólo dos están ocupadas hoy: en una, cercana a las puerta giratoria de acceso al local, estamos apencados ‘Oriente’ y yo, surcando las pesadas inmóviles aguas e intentando descifrar los vaivenes de la familia de mi amigo. Tamaña tarea.
Vengo de trabajar pacientemente, muchas horas, tengo luces. En los percheros, a espaldas de Winston, sólo hay tres prendas. Muy pocos parroquianos hoy. La mesa número treinta y seis es la mesa de don Benjamín. En el extremo opuesto, matemáticamente opuesto a nosotros, descansan la boina y los guantes de don Benjamín, junto a una taza de té de grueso vapor y un minúsculo vaso de ginebra: silenciosos centinelas de un libro, grueso. Velando el acceso al sector de billares y mesas de naipe y dominó, separado del salón por una mampara de verde vidrio inglés inmensa, partida en dos que deja translucir las coloridas siluetas encorvadas, reconozco la tapa verde, clara sobre el mármol frío.
Ese volumen de ‘El tambor de hojalata’ de Grass lo encontramos una tarde de junio del ochenta y siete, en una librería de usados del barrio de la Chacarita, junto al ‘Viaje al fin de la noche’ de Cèline. Estoy seguro de que López se lo ha facilitado en préstamo a don Benjamín, ambos ávidos lectores, los tres. Desde siempre hemos compartido las lecturas con nuestro amigo y fue por causa de libros que entramos a ‘el Susto’ por vez primera, mediando la década del ochenta.
Por libros, y el frío. O la sed.
Esa tarde, atardecida temprano, después de transitar los oscuros estantes de una librería minúscula, húmeda y olorosa, imposible de ser notada a simple vista y atendida por un patán malhumorado que nada comprendía de todo esto, llegamos a ‘el Susto’. Habiendo rescatado dos volúmenes de filosofía, tres números de cierta revista picaresca color sepia brilloso, de los años cincuenta, llamada ‘cabeza fresca’ y un cancionero de Celedonio Esteban Flores de 1947, azul ilegible casi. Entramos allí por el azar de un otoño de la ciudad. Por la sed de té. Para revistar cada una de las reliquias que acababamos de birlarle a la humedad en ley de usados. Entramos y ocupamos una primera mesa sin notar la inmensidad del lugar, que nos rodeaba dándonos abrigo. Las columnas, impresionantes, sostenían un techo muy alto, dibujado, poblado de nubes.
El bar permanecía en silencio de ajedrez, en sonidos vaporosos de cafetería marchando, tintineos de cucharitas revolviendo dos terrones de inmaculado azúcar dentro de espumas de cortado, café, vidrios posados sobre el mármol. Una flaca voz escapaba sin pretensiones de la radio detrás del mostrador, tangueando el comienzo de la noche, casi imperceptible en la descarga.
El aviso de la puerta al girar, cerrando y abriendo constante, invitando hacia ambos lados en su función, no despertó la curiosidad de los presentes. Los parroquianos ni giraron sus cabezas.
Sabían quiénes seríamos, quiénes éramos. Callaban sabiamente, hasta en el gesto.
Creo, aún hoy, que esperaban, esa tarde, nuestra llegada. No era en lunes.
Construido en el año 1928 para ser la modesta sucursal de un banco belga, del cual nadie recuerda el nombre siquiera, el cual quebró a un año de abrir por obra de su gerente y su contador, ‘el Susto’, en su salón considerablemente amplio, funciona dividido, como predije: al final del edificio, muchos metros antes de los baños y el parque del fondo: tres billares, seis mesas de ajedrez, más siete verdes paños en donde danzan fichas de dominó, naipes curvos, de lomo azul, porotos secos que marcan el tanto y dados grises. Libretitas ininteligibles llevan las cuentas de los que suman, la quiniela vespertina, las deudas y ganancias.
Al frente, soterrando sabiamente esta zona, está el salón cafetería y bar ‘el Susto’: cuatro columnas y firmes sillas marrones de lomos curvos como naipes, asentadas ante los treinta y seis islotes de mármol pétreo y un contundente mostrador de estaño, poblado, que soporta la Omega Ruiz resoplante y una vasera reluciente, goteando la pulcritud con la que trabaja Eufemio Argentino Reyes, bachero, cafetero, gambusero y sandwichero. Nacido en el Tucumán cerca de 1935, de madre descendiente de los indios Quilmes y padre criollo, cabo fortinero, este hombre trabaja en ‘el Susto’ desde el día en que abrió, en 1949. Cuidando sus espaldas descansan milenarias botellas de vermouth, cientas, limpiamente acomodadas en los estantes del mueble que tapiza la pared entera. Bajo el estaño: una heladera noble, de puertas de madera y grandes manijas de metal, manteniendo en su interior el frío exacto de las bebidas, administradas de manera magistral por ‘el Italiano’.
El primer y único propietario posible que ‘el Susto’ puede soportar es un italiano de complexión menuda al que todos nombramos ‘el Italiano’.
A pesar de que el setenta y cinco por ciento de los habituales del lugar ha nacido en la Italia para emigrar hacia alguna otra parte del mundo, ‘el Italiano’ es el único que porta dicha gracia. Hombre de difícil palabra, estridente, temeroso tanto del trueno como del rayo sale siempre con celeridad al paso del hambre o la sed de su amplia clientela. Pocos conocen su nombre real, algunos decimos que ese nombre oculto responde a las letras y el acento de ‘Giácomo’, otros, más arriesgados o más ancianos, hablan de un cierto pasado de docencia allá en el norte de su Italia, un pasado de plenitud y deslices de juventud. Se oye también que supo fundirse en la bancarrota más cruel, hace muchos años, al intentar instalar un cine, pero al mismo tiempo allí, en ese trámite, conoció a quien sería su mujer durante treinta y seis bellísimos años: ‘la Italiana’, Amalia Poppens.
Amalia Poppens era la hija de uno de los inversionistas que ‘el Italiano’ había convencido para su magnífico proyecto: el ‘CINE y TEATRO VOLTA’. No era italiana, era argentina, de sangre suiza. En una de las reuniones, en la estancia de Funes de monsieur H. Poppens, por aquel entonces casi un ‘magnate’ ferretero, Amalia conoció a ‘el Italiano’. La torpeza y verborragia inverosímil del muchacho le conmovieron como lo haría un niño despojado de maldad, libre de toda intención artera. Ella era una mujercita recién llegada de Europa, en donde hubiera cursado estudios de las bellas artes si no hubiese sido la guerra.
Vió los glaucos ojos de ‘el Italiano’ y se enamoró bellamente de él. Era el año 1940, ella contaba diecisiete años, él uno más. No la miró siquiera en el transcurso de la jornada. Sus ojos, casi ciegos, sólo veían su proyecto, los planes, sus inversionistas. No la vió, durante mucho tiempo. Luego, algunos días más tarde, al reparar en eso, escribió una nota en la que le decía que debía ser ciego, al no haber notado su luz, su cabello y los destellos, su placentera presencia en la estancia y que si no le parecía muy descarado el reparar esa falta invitandola a pasear el jueves siguiente. Ella respondió llena de rubor, al principio con notas evasivas que destruía al instante, para terminar aceptando, con la cautela necesaria para que el muy amable señor Poppens ni sospechara el asunto, prudentes. Dos años más tarde se casaron, en Funes.
El negocio del cine y teatro fue un estrepitoso fracaso para ‘el Italiano’ pero triunfó al fin.
De aquella primera reunión no sabemos algo concreto, sólo que ‘el Italiano’ y Amalia no separaron sus vidas jamás, ni siquiera en esa mañana deplorable del invierno del año 1978 en la cual ella murió luego de sufrir un simple y certero ataque cerebral minutos antes de despertar, el cual la fulminó en un instante, sin darle tiempo de sonreír a su amado italiano con el cual soñaba, quien se encontraba recargando las heladeras del bar ‘el Susto’ junto a Eufemio Argentino Reyes en esos momentos. La encontró la planchadora, que entraba con la llave que él le daba en ‘el Susto’, para que Amalia no despertara tan temprano.
Muy tranquilamente desandó el camino hasta el bar y notició al pobre desgraciado. Dicen los que estuvieron cerca que ‘el Italiano’ al enterarse cerró ‘el Susto’, dio el día libre a Argentino, salió de la casa con la muerta y una sonrisa extraña y no regresó hasta tres días más tarde, bien afeitado y con la vista más perdida que nunca. Sus discursos eran cada vez menos comprensibles.
‘El Susto’ abrió en octubre del año 1949, siete años después que ‘el Italiano’ y Amalia se casaran.
El edificio, luego de haber estado cerrado durante veinte años, fue a remate y ‘el Italiano’ lo adquirió por una suma bastante baja. Con la gran ayuda de monsieur Poppens y después de las debidas refacciones el bar y cafetería inauguró bajo la eterna batuta de ‘el Italiano’, su extraña dicción. Desde párrafos infernales, que derriba con su habla, descorcha botellas o sirve remos con medias lunas calientes, oferta sacarina y transita silencioso como un bailarín entre los bloques de mármol, los cuerpos fríos y los calientes, con su bandeja plateada, atestada de pocillos y platos, inmaculada su arte.
La electricidad del vino blanco le ilumina. El título de su nacionalidad le adorna.
‘El Italiano’ y Argentino han desarrollado un idioma nuevo, un léxico que trasciende el código y crea; los vocablos, ininteligibles para el resto de nosotros, caen de sus bocas con ritmo, con cadencias y brillos limpios. Ambos viudos mantienen una charla hermética, satisfecha.
Entre todos los habitantes que hacen funcionar el universo del ‘Susto’ destaca una figura enorme, una mente brillante: don Benjamín Bruno: un gran amigo. Furioso matemático amateur. Billarista.
Beniamino Doménico Bruno, setenta y siete sabios años; jubilado ferroviario, nacido en la zona de Fossano, Cúneo, en el Piemonte: al norte de la Italia. Inmigrado en su temprana infancia, portando la simple carga de sus lenguas maternas, un libro y unas pocas ropas, con fugaz escala en Buenos Aires, se instala en Ucacha, Córdoba, en donde aprendió el oficio de peluquero y el idioma catalán de la familia que le asiló. Luego de trabajar varios años en Córdoba viene a la ciudad de Rosario, en afán de aventurarse.
Se mantiene capitalizando lo aprendido con los catalanes mediterráneos: dando clases de idioma a ricas jóvenes de la sociedad rosarina mientras destaca en su labor como peluquero y comienza a descubrir su amor por los números, las matemáticas. Viaja, durante años, manteniendo una casa en la zona del barrio de Refinería, en donde aún vive y lee sus tratados de matemática y física. Hoy en día es capaz de citar de corrido a los traductores del legendario matemático árabe Al Juarismi: Juan de Sacro Bosco o Holly Wood, Juan de España o el euclidiano Adelardo de Bath. Recuerda pasajes enteros de la ‘Teodicea’ o de las ‘Bases del cálculo diferencial’ de Gottfried W. Leibnitz, que murió en una biblioteca. Puede calcular el número exacto de moléculas de té que encierra su taza, valiendose de ciertos datos y sus saberes. Todo esto lo disfruta como quien arma intrincados modelos a escala de galeones bucaneros, minucioso en el detalle, en la suma exacta.
A los veinticinco años de edad Beniamino Doménico ingresa en el ferrocarril, sitio del cual jamás saldría. Siempre disfrutó su condición móvil. Lector insobornable, a lo largo de su vida ha recolectado una cantidad de saber tal que harían falta dos o tres ‘don Benjamín’ para poder canalizar semejante tesoro, semejante cantidad de sangre. La biblioteca que soporta su casa es un cosmos en sí. Él fue el primer hombre que se acercó aquella primera tarde anochecida de otoño en la que entramos al ‘Susto’ con Winston, y la excusa fueron, otra vez, los libros.
Creyó reconocer un volumen y preguntó en dónde lo habíamos conseguido. López le respondió con simple honesto ademán y don Benjamín se presentó un poco más formalmente. Mucho más lejos supimos porqué don Benjamín preguntó por dicho volumen. Estrechamos nuestras manos de varones y dimos fuego a una charla que, aún ahora, no termina.
Pasamos de todos los prólogos y fuimos directamente a la sangre de los libros, al fragmento de tinta que siempre se queda pegado en los dedos, en las huellas digitales mejor, para ya nunca desprenderse de nosotros. Al desenvolverse la charla, resultó que mi padre y su hermano trabajaron junto a don Benjamín durante la década del cincuenta. Ellos habían subido desde muy jóvenes, hacia el norte de la Argentina, clavando rieles, pernos, canto rodado. Trabajando a la vera de la vía, al destino que empuja la locomotora siempre un día más, un día menos. Siempre buscando el destello que guíe la maza, frene el reflejo y haga un camino de fierros y piedras y maderas inmortales, grasa y truenos, dicha y cansancio. Ellos trabajaban sin saber que eso es la historia: trabajar en un país, en la construcción de un fragmento de un país: un bien común que van a poder disfrutar tus hijos, y los hijos de tus hijos, y los hijos de ellos. Kilómetros de orgullo tácito les iluminan hoy. Don Benjamín les leía, al terminar la jornada. Fumaban los obreros a la sombra de los vagones y la voz grave de Beniamino (aún no era ‘don Benjamín’) anunciaba las parábolas de Franz Kafka, los tributos que pagaban por ballenas enormes en otros lugares, otros obreros, trepados a otros trenes.
El silencio de los ferroviarios en los silencios de la lectura era respetuoso y reverente. Cada uno de ellos sabía, aunque no comprendiera del todo lo que escuchaba, que estaban presenciando una experiencia única, una performance tramada por el destino para que ellos pudiesen escuchar.
La voz del itálico cantaba las historias.
Él recuerda viajes larguísimos, relatos de cada pueblo, caras y voces de cada ciudad en cada anécdota en donde el tren se detuvo. Y recuerda, claramente, a mi padre y su hermano, sus calvos cráneos brillan al sol del recuerdo de don Benjamín.

Ahora, este martes de madrugada que recién comienza, le distingo, al través del cuadriculado tabique de vidrio: tacando una bola, preciso, enorme, firmemente inclinado sobre una mesa grande de voluminosos bolsillos de red en las esquinas, tizando el extremo de su taco, anotando un escore favorable en la pizarra. Improvisando clases de geometría para sus colegas de acuerdo las esferas ruedan sobre la mesa, inmensa, celeste. Sus gestos me bendicen, en silencio.

Gestos.
Veo y no presiento los gestos de López, hablando acerca de sus animales en el mundo.
Escucho la pureza de su narración que al entrar en mi cerebro se convierte en otras cosas.
Maduras, contundentes, las frases de mi amigo me divierten, me acolchan. Dentro de las palabras de Winston encuentro rastros de diversos lugares, estampas disparatadas en las consonantes, luces de bengala en cada imagen que permite escape de su boca.
Rara vez se oye interferencia en la voz de ‘Oriente’. Los diversos nombres de aquellos que conforman su enorme familia se van acumulando en una verborrea agradable, de comedia.
Termina un párrafo, termina un trago y comienza a disculparse por pasar al baño. Levanta su cuerpo delgado y largo, de mulato, desde la curvada y firme silla, ríe. Conforme ‘Oriente’ se aleja hasta el toilette mis palabras acompasan su paso: -¡Qué fenómeno, tu familia!
Asiente, murmurando: -Fenómenos... Sí: ‘Fenómenos Naturales’, ‘Freaks’, de Todd Browning.1932.- Agrega implacable, erudito. Las risas cascadas de los goznes en la puerta vaivén del baño le protegen mientras ingresa al cuartito con olor a cloro o Fluído Manchester o creolina o algo parecido.
Quedo solo en el murmullo silencioso del ‘Susto’, sitiado por los vasos vacíos y el cansancio de haber cumplido una jornada de trabajo. La satisfacción de escuchar, de ver, de beber junto a mi compañero Winston López, ‘Oriente’, ‘el Errante’.
Hago un gesto unívoco con mis manos que atraviesa todo el salón entero y cae frente a ‘el Italiano’, inane. Lo recoje Eufemio Argentino, que está a punto de salir, peinadísimo y sonriente y le comenta a ‘Giácomo’ mi inquietud. Éste asiente tocando su mínimo bigote con dos dedos furtivos, desde detrás del estaño. Escondiéndose por un instante tras el enorme mueble, emerge con una cerveza fría en una mano y su impecable trapo rejilla en la otra, repasando el cuerpo de la botella en metódico ademán, profesionalmente.
Eufemio Argentino Reyes pasa caminando, mínimo en sus abrigos enormes, saludando con gestos frente al mostrador y sale por la puerta más chica, cerrándola con su llave al salir, al entrar en la noche que lo traga, minúsculo, en silencio.
Los pasos y obstáculos que separan a ‘el Italiano’ de la mesa en donde estamos le dan gracia, le adornan en movimientos exactos, veloces, minuciosos, que sólo él podría ejecutar con tal sincronía. Destapa la botella en gesto seco de sordo ruido, plantandola certero entre los vasos manchados de blancas marcas en el interior. Agradezco su número con una sonrisa de mis cejas y él la devuelve, cortés y silencioso, retocando su bigote, su ceja derecha, regresando a su sitio.
Espero el retorno de mi amigo para llenar los vasos rumiando, murmurando los últimos cuarenta y siete segundos en los recodos de la memoria, notando que ‘el Italiano’ ha cambiado el parche en su ojo, hoy lleva uno de cuero negro, nuevo.
Sufre de glaucoma, desde muy joven, en ambos ojos, el izquierdo se agrava y la última operación, la decimotercera, no fue exactamente un éxito. Debe mantenerlo tapado. Le da un aspecto de misterio a su cara redonda y blanca, tocada por el breve mostacho y esa barba en perilla, casi de Lenin.
Winston regresa diciendo: - El que es un fenómeno real es el tío Vladímir. Vladímir Krassniasky, nacido López, como dicen los franceses.- Y se sienta recibiendo el vaso colmado, agradecido. Continúa, sobre el choque cordial de los vidrios fríos y el trago: - se fue a Moscú en 1918.- Y calla, bebiendo.
- ¿Cómo? – pregunto, obvio, espectador.
- Sí. El viejo papá Isaac tuvo tres hijos: mi abuelo Piotr, Diádia Vladímir y la tía Fiálka, ‘la pobre Violetita’ decía mi abuelo Piotr. Murió muy jóven, en Córdoba.
- Si, lo sé, me contó tu madre. ¿Vladímir fué a Moscú en el ‘18?
- Sí. A fines del dieciocho o primeros días del diecinueve. Se enteró de la revolución y no lo meditó mucho. Trepó a un buque que zarpaba de Buenos Aires para Rusia y se fue nomás. Él decía ‘vertiet, domá vertiet’. Toda la prole del viejo papá Isaac hablaba perfectamente el ruso, aún hoy.
Este dato lo conozco bien, en las tardes en que disfrutamos del proyector de super ocho que compró el padre de López en Nueva York en el ‘73, pude escuchar muchas veces el idioma ruso, ese canto lleno de eñes que doblan y erres simuladas entre zetas y pes, tches y khas. Además, los periódicos y revistas en ruso plagaban la casa de López, aún hoy. Su madre aún le escribe notas en ruso.
- Deberíamos buscar las libretas y cartas que envió el tío Vladímir, a lo largo del siglo veinte. Las guardó mi madre, están en el Uruguay.
- ¿Libretas?
- Libretas. Unos cuadernitos muy particulares en los que el tío Vladímir Krassniasky anotaba sus impresiones sobre Rusia y todo lo que veía. Los símbolos, el cirílico, la caligrafía del tío es impresionante en lo minucioso, teniendo en cuenta que escribía trepado a trenes oxidados, parado junto al arado o entre las calles sucias de alguna ciudad. Hay dibujos también.
- ¿Porqué cambió el apellido?
- Él renegaba del ‘López’ con el que bautizaron en aduanas al viejo papá Isaac, y el ‘Lipshick’ original estaba ya muy lejos de identificarlo. Entonces optó por ‘Krassniasky’: ‘el más rojo’.
- Es buena esa. ¿Qué hacía? ¿Qué hizo en la vida, además de ser el caso más extremo de comunismo?
- Trabajó en el campo al principio; llegó a los diecinueve, veinte años, imaginate la energía que gastaba, además estaba muy impresionado con su patria, confrontado con lo que siempre había escuchado de su padre, sus ganas de construir eran interminables.
- Comunista. Simplemente comunista.
- Mucho más. Diádia vladímir estudió. Aprovechando la apertura del nuevo régimen del proletariado, estudió y se doctoró con honores en física y mecánica, llegó a ser uno de los responsables de la puesta en órbita de Yuri Gagarin, en el ’61. Viajó mucho, por el mundo entero y jamás vió morir al comunismo: un hombre casi enteramente feliz. Toda su vida.
La voz de López crece en el sacro silencio del bar, enorme, sin aturdir. Alcanzo a divisar la silueta de don Benjamín que crece también en el trasluz del vidrio verde y sale, derecho a su taza de té. Bebe un sorbo y sonríe parado ante la mesa treinta y seis, sonríe, nubladas sus gafas, y su sonrisa nos abarca, desmedida. Empina el resto de ginebra del vasito y retorna, eterno, a su billar.
La voz de ‘Oriente’ relata las aventuras de diádia Vladímir, aquel que se convirtió al comunismo. Dice que después de haber trabajado en el campo algunos años, viajó por toda Rusia, conociendo, ampliando su espectro. Hasta instalarse en Moscú, en donde cursó estudios universitarios. Desarrolló algunos experimentos en el terreno de la agricultura mecanizada, unos bizarros sistemas de puentes que aliviarían al suelo del daño que produce el peso de la maquinaria agrícola. Poco antes de terminar su carrera, en unas vacaciones en Misjor, la costa sur de Crimea, conoció a una mujer: Natela Chavchavadze, bellísima pintora georgiana con la cual mantendría una intensa relación durante más de cuarenta años, sin jamás casarse. Ella gustaba escuchar los discos de la colección de Vladímir: Agustín Magaldi, Carlos Gardel, Tita Merello, y así aprendió a hablar en argentino. Sus cartas están llenas de giros lunfardos, escritos en cirílico, casi una fonética de lo imposible. Mientras Vladímir escribía sus libretas de impresiones, ella las ilustraba en tintas aguadas, carbonillas o simple lápiz. Verdaderas obras de arte, las libretas las conserva la madre de López, en la casa de Montevideo. En ellas podríamos ver lo que veía Vladímir: qué sentía en su espíritu parado cerca de las trincheras durante la gran victoria de la batalla de Stalingrado, las gritonas aves de la ribera del Kázari, el desarrollo de sus teorías, impecables. Relata tardes enteras dibujando ante el monumento al perro en Koltushí junto a Natela, en donde ella dibujaba, rauda, retratos al lápiz . Diádia Vladímir murió en 1981, en Bruselas, mientras se desarrollaba un congreso en el cual era uno de los invitados de honor. Un certero ataque al corazón le extinguió, minutos después de haber recibido una condecoración del gobierno Belga. Le acompañaban Natela y sus colaboradores más cercanos, su propia gente. Fue enterrado en la gran madre patria y el gobierno reconoció a Natela con una pensión a pesar de nunca haber estado formalmente casados, era por todos sabida la relación que los unía. Ella jamás necesitó la pensión, su carrera de pintora le permite vivir más que cómodamente, entonces creó la fundación para las ciencias y las artes ‘Vladímir López Krassniasky’, que realiza el intercambio de estudiantes entre Rusia, Argentina y Uruguay. Aún mantiene contacto con la ‘siem iá’ , la familia que nunca estuvo lejos para ellos en Montevideo y Rosario jamás dejaron de recibir los sobres voluminosos llenos de libretas y hojas escritas a lápiz, así como él nunca dejó de recibir discos de tango y libros de autores argentinos y uruguayos.

Ahora la voz de López se mezcla en el recuerdo con las caras que veo en su relato, en mi memoria.
Ahora la voz de ‘Oriente’ me desorienta, en el recuerdo.
Regresaré a las cartas, a las libretas, a los recuerdos de la memoria, indistintamente. Regresaré a ‘el Susto’ con Winston, con su familia de fenómenos, con sus acentos disparatados en la narración.
Regresaré con don Benjamín a los billares y dominós.
Regresaré a la voz de ‘Oriente’ si eso me es permitido.
Por ahora diré que esto
(continuará)