sábado, 6 de enero de 2007

El mocoso (relato)

Espero quede aclarado en parte alguna que todo lo que acaso declaro puede no ser la verdad, digo: todo puede no ser la verdad.
El era un nene, la guillotina le cercenaba, palabra tras palabra. Su madre, la guillotina, gritaba horribles insultos, simplificaba de manera elocuente al lenguaje, le amenazaba. El era un nombre hasta el momento en que, en silencio, prohibió se lo nombre. Su madre, nombraba con diferentes palabras a su único hijo, al nene, designaba inconcebibles nombres para él, el engendro, mientras se decía en letanía él: "nunca jamás diré lo que estoy a punto de decir: Soy el que no debe nombre alguno, el que no contrarresta elogios ni brujería, el que se llama a silencio, el que prefiere callar." Al cerrar los labios sobre sus dientes - porque había murmurado eso como quien se escucha rezar, tapando la "r" final de la palabra final - supo que nunca en toda su futura existencia necesitaría de la palabra dicha. El era al cual los colores nunca le gritaban, le coincidían, no lo maltrataban. La pared vecina, por donde se colaba el Sol, era un desierto donde perder el cuerpo y la mente, donde esconderse de los gritos filos de la guillotina que caían sobre cada palabra, cercenando, destruyendo al construir otro lenguaje. Era el lugar de reunión con el pequeño gato, un tigre real a sus ojos, quien le contaba historias increíbles, cada tarde. Intentaba habitar ese desierto para escuchar los relatos del gato. Era donde la sed no lo tocaba, los gritos se oían, lejos. Hay veces comía lo corrupto, la vaca asada, si podía, sin hablar. Despertaba luego, en medio de ingobernables delirios, en el caos de su habitación obscura, escuchando una voz vociferar: "Queso y frutas, que eso soy, que soy frutas!" Y reía, sin ruido, inacabable, volviendo a caer en el pozo de dentro de su cama, sintiéndose parte de un árbol. Dormía horas y despertaba en absoluto silencio, sólo cortajeado por la voz filosa, de cuando en vez, no siempre. Comía siempre: un cazo de porotos colorados, soja ajos y arroz, en vinagre, en silencio. La total obscuridad le envolvía las manos, la comida, los utensilios con los que se ayudaba. La total obscuridad envolvía al gato real, al tigre. No recordaba sueño alguno en el cual el tigre real le haya dicho mal, lo haya maldito. Y si le invadía un mortal aburrimiento, le hacía sitio contándose relatos, intentando calmar. Oía, entonces, tragando, historias. Cambiaba, luego, palabra por palabra hasta que cada historia se convertía en otra, mutaba. Flotaba un sacro silencio en el aire que solo era roto por la voz de pájaro de su madre, voz de bronquio desgastado, insultando lo poco que había de él, del nene. Cercenaba palabra tras palabra hasta inacabar en un balbuceo estúpido. El oculto sol tras los muros le cantaba sordas canciones que sólo con la ayuda del gato podía escuchar. Eran ocultos también los rostros de la variopinta gama de subnormalidades que rodeaban el vecindario. Oía ruidos insoportablemente tenues como para ser percibidos. Oía, digo, indecibles domingos de fútbol en la voz fétida de uno de sus vecinos, voz sin inflexiones, sin sonido. Lamentaba entonces que el Sol no les quemase la cabeza. Ningún ruido le despertaba tamaño odio como las voces de su madre. Acaso eran las tardes en que la lluvia castigaba salvajemente al mundo cuando era menos infelíz. Ya sé, debiera decir: "más felíz", pero no. La lluvia golpeaba chapas que se oponían con las carcajadas propias de las tormentas sin rayos. Ahí era donde no podía ver al gato, escuchar sus relatos. Podía ser el mismo tigre a sus ojos quien reinventara cada historia, podía ser su memoria óptima de infante; él, el nene, podía ser sólo una memoria funcionando y no notarlo. El tigre podría haber relatado toda esta historia a mis ojos incrédulos, pude escucharla a través de paredes, pudimos complotarnos, el gato y yo, para contarles esta historia, al nene y el tigre. Pudimos decirles que era todo más desastroso aún que la voz de su madre, la guillotina, los domingos. Decirle por ejemplo, al nene, de las veces en que el río se oscureció hasta el color de lo muerto, desesperado; contarle, al tigre, cuando enmudeció la ciudad entera ante la nieve cayendo, inesperada. Lo vano de la desesperación, la palidez muerta de la nieve sobre lo negro del río, etcoetera. Pudimos decirle mentiras, mentirles la verdad, las incongruencias de todo relato. Pero no.
Julio t. Rosario del 1999/2000

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