sábado, 6 de enero de 2007

'as de trece' (novela en curso)

b) de los recuerdos en el júbilo

“la nacionalidad debe hallar las razones de su arraigo
en algo que supere y trascienda e informe realidades
tan cambiantes como la sangre y la palabra humanas.”
(james joyce, ‘critical writings’)


‘El Susto’ a las dos de la mañana de un martes tiene la apariencia de estar cerrando constantemente. Amarillean los rincones con destellos inusitados, sólo perceptibles por ojos adaptados a los cambios de la luz del antiguo local. hasta los sonidos van tornando húmedos, verde y ocre en la penumbra.
Es que el lunes es el fin de la semana en ‘el Susto’.
El salón es un calmo océano de treinta y seis bloques de mármol de diversos tonos de verde, montados sobre nobles patas de metal, sólo posados. De las tantas mesas que conforman el terreno sólo dos están ocupadas hoy: en una, cercana a las puerta giratoria de acceso al local, estamos apencados ‘Oriente’ y yo, surcando las pesadas inmóviles aguas e intentando descifrar los vaivenes de la familia de mi amigo. Tamaña tarea.
Vengo de trabajar pacientemente, muchas horas, tengo luces. En los percheros, a espaldas de Winston, sólo hay tres prendas. Muy pocos parroquianos hoy. La mesa número treinta y seis es la mesa de don Benjamín. En el extremo opuesto, matemáticamente opuesto a nosotros, descansan la boina y los guantes de don Benjamín, junto a una taza de té de grueso vapor y un minúsculo vaso de ginebra: silenciosos centinelas de un libro, grueso. Velando el acceso al sector de billares y mesas de naipe y dominó, separado del salón por una mampara de verde vidrio inglés inmensa, partida en dos que deja translucir las coloridas siluetas encorvadas, reconozco la tapa verde, clara sobre el mármol frío.
Ese volumen de ‘El tambor de hojalata’ de Grass lo encontramos una tarde de junio del ochenta y siete, en una librería de usados del barrio de la Chacarita, junto al ‘Viaje al fin de la noche’ de Cèline. Estoy seguro de que López se lo ha facilitado en préstamo a don Benjamín, ambos ávidos lectores, los tres. Desde siempre hemos compartido las lecturas con nuestro amigo y fue por causa de libros que entramos a ‘el Susto’ por vez primera, mediando la década del ochenta.
Por libros, y el frío. O la sed.
Esa tarde, atardecida temprano, después de transitar los oscuros estantes de una librería minúscula, húmeda y olorosa, imposible de ser notada a simple vista y atendida por un patán malhumorado que nada comprendía de todo esto, llegamos a ‘el Susto’. Habiendo rescatado dos volúmenes de filosofía, tres números de cierta revista picaresca color sepia brilloso, de los años cincuenta, llamada ‘cabeza fresca’ y un cancionero de Celedonio Esteban Flores de 1947, azul ilegible casi. Entramos allí por el azar de un otoño de la ciudad. Por la sed de té. Para revistar cada una de las reliquias que acababamos de birlarle a la humedad en ley de usados. Entramos y ocupamos una primera mesa sin notar la inmensidad del lugar, que nos rodeaba dándonos abrigo. Las columnas, impresionantes, sostenían un techo muy alto, dibujado, poblado de nubes.
El bar permanecía en silencio de ajedrez, en sonidos vaporosos de cafetería marchando, tintineos de cucharitas revolviendo dos terrones de inmaculado azúcar dentro de espumas de cortado, café, vidrios posados sobre el mármol. Una flaca voz escapaba sin pretensiones de la radio detrás del mostrador, tangueando el comienzo de la noche, casi imperceptible en la descarga.
El aviso de la puerta al girar, cerrando y abriendo constante, invitando hacia ambos lados en su función, no despertó la curiosidad de los presentes. Los parroquianos ni giraron sus cabezas.
Sabían quiénes seríamos, quiénes éramos. Callaban sabiamente, hasta en el gesto.
Creo, aún hoy, que esperaban, esa tarde, nuestra llegada. No era en lunes.
Construido en el año 1928 para ser la modesta sucursal de un banco belga, del cual nadie recuerda el nombre siquiera, el cual quebró a un año de abrir por obra de su gerente y su contador, ‘el Susto’, en su salón considerablemente amplio, funciona dividido, como predije: al final del edificio, muchos metros antes de los baños y el parque del fondo: tres billares, seis mesas de ajedrez, más siete verdes paños en donde danzan fichas de dominó, naipes curvos, de lomo azul, porotos secos que marcan el tanto y dados grises. Libretitas ininteligibles llevan las cuentas de los que suman, la quiniela vespertina, las deudas y ganancias.
Al frente, soterrando sabiamente esta zona, está el salón cafetería y bar ‘el Susto’: cuatro columnas y firmes sillas marrones de lomos curvos como naipes, asentadas ante los treinta y seis islotes de mármol pétreo y un contundente mostrador de estaño, poblado, que soporta la Omega Ruiz resoplante y una vasera reluciente, goteando la pulcritud con la que trabaja Eufemio Argentino Reyes, bachero, cafetero, gambusero y sandwichero. Nacido en el Tucumán cerca de 1935, de madre descendiente de los indios Quilmes y padre criollo, cabo fortinero, este hombre trabaja en ‘el Susto’ desde el día en que abrió, en 1949. Cuidando sus espaldas descansan milenarias botellas de vermouth, cientas, limpiamente acomodadas en los estantes del mueble que tapiza la pared entera. Bajo el estaño: una heladera noble, de puertas de madera y grandes manijas de metal, manteniendo en su interior el frío exacto de las bebidas, administradas de manera magistral por ‘el Italiano’.
El primer y único propietario posible que ‘el Susto’ puede soportar es un italiano de complexión menuda al que todos nombramos ‘el Italiano’.
A pesar de que el setenta y cinco por ciento de los habituales del lugar ha nacido en la Italia para emigrar hacia alguna otra parte del mundo, ‘el Italiano’ es el único que porta dicha gracia. Hombre de difícil palabra, estridente, temeroso tanto del trueno como del rayo sale siempre con celeridad al paso del hambre o la sed de su amplia clientela. Pocos conocen su nombre real, algunos decimos que ese nombre oculto responde a las letras y el acento de ‘Giácomo’, otros, más arriesgados o más ancianos, hablan de un cierto pasado de docencia allá en el norte de su Italia, un pasado de plenitud y deslices de juventud. Se oye también que supo fundirse en la bancarrota más cruel, hace muchos años, al intentar instalar un cine, pero al mismo tiempo allí, en ese trámite, conoció a quien sería su mujer durante treinta y seis bellísimos años: ‘la Italiana’, Amalia Poppens.
Amalia Poppens era la hija de uno de los inversionistas que ‘el Italiano’ había convencido para su magnífico proyecto: el ‘CINE y TEATRO VOLTA’. No era italiana, era argentina, de sangre suiza. En una de las reuniones, en la estancia de Funes de monsieur H. Poppens, por aquel entonces casi un ‘magnate’ ferretero, Amalia conoció a ‘el Italiano’. La torpeza y verborragia inverosímil del muchacho le conmovieron como lo haría un niño despojado de maldad, libre de toda intención artera. Ella era una mujercita recién llegada de Europa, en donde hubiera cursado estudios de las bellas artes si no hubiese sido la guerra.
Vió los glaucos ojos de ‘el Italiano’ y se enamoró bellamente de él. Era el año 1940, ella contaba diecisiete años, él uno más. No la miró siquiera en el transcurso de la jornada. Sus ojos, casi ciegos, sólo veían su proyecto, los planes, sus inversionistas. No la vió, durante mucho tiempo. Luego, algunos días más tarde, al reparar en eso, escribió una nota en la que le decía que debía ser ciego, al no haber notado su luz, su cabello y los destellos, su placentera presencia en la estancia y que si no le parecía muy descarado el reparar esa falta invitandola a pasear el jueves siguiente. Ella respondió llena de rubor, al principio con notas evasivas que destruía al instante, para terminar aceptando, con la cautela necesaria para que el muy amable señor Poppens ni sospechara el asunto, prudentes. Dos años más tarde se casaron, en Funes.
El negocio del cine y teatro fue un estrepitoso fracaso para ‘el Italiano’ pero triunfó al fin.
De aquella primera reunión no sabemos algo concreto, sólo que ‘el Italiano’ y Amalia no separaron sus vidas jamás, ni siquiera en esa mañana deplorable del invierno del año 1978 en la cual ella murió luego de sufrir un simple y certero ataque cerebral minutos antes de despertar, el cual la fulminó en un instante, sin darle tiempo de sonreír a su amado italiano con el cual soñaba, quien se encontraba recargando las heladeras del bar ‘el Susto’ junto a Eufemio Argentino Reyes en esos momentos. La encontró la planchadora, que entraba con la llave que él le daba en ‘el Susto’, para que Amalia no despertara tan temprano.
Muy tranquilamente desandó el camino hasta el bar y notició al pobre desgraciado. Dicen los que estuvieron cerca que ‘el Italiano’ al enterarse cerró ‘el Susto’, dio el día libre a Argentino, salió de la casa con la muerta y una sonrisa extraña y no regresó hasta tres días más tarde, bien afeitado y con la vista más perdida que nunca. Sus discursos eran cada vez menos comprensibles.
‘El Susto’ abrió en octubre del año 1949, siete años después que ‘el Italiano’ y Amalia se casaran.
El edificio, luego de haber estado cerrado durante veinte años, fue a remate y ‘el Italiano’ lo adquirió por una suma bastante baja. Con la gran ayuda de monsieur Poppens y después de las debidas refacciones el bar y cafetería inauguró bajo la eterna batuta de ‘el Italiano’, su extraña dicción. Desde párrafos infernales, que derriba con su habla, descorcha botellas o sirve remos con medias lunas calientes, oferta sacarina y transita silencioso como un bailarín entre los bloques de mármol, los cuerpos fríos y los calientes, con su bandeja plateada, atestada de pocillos y platos, inmaculada su arte.
La electricidad del vino blanco le ilumina. El título de su nacionalidad le adorna.
‘El Italiano’ y Argentino han desarrollado un idioma nuevo, un léxico que trasciende el código y crea; los vocablos, ininteligibles para el resto de nosotros, caen de sus bocas con ritmo, con cadencias y brillos limpios. Ambos viudos mantienen una charla hermética, satisfecha.
Entre todos los habitantes que hacen funcionar el universo del ‘Susto’ destaca una figura enorme, una mente brillante: don Benjamín Bruno: un gran amigo. Furioso matemático amateur. Billarista.
Beniamino Doménico Bruno, setenta y siete sabios años; jubilado ferroviario, nacido en la zona de Fossano, Cúneo, en el Piemonte: al norte de la Italia. Inmigrado en su temprana infancia, portando la simple carga de sus lenguas maternas, un libro y unas pocas ropas, con fugaz escala en Buenos Aires, se instala en Ucacha, Córdoba, en donde aprendió el oficio de peluquero y el idioma catalán de la familia que le asiló. Luego de trabajar varios años en Córdoba viene a la ciudad de Rosario, en afán de aventurarse.
Se mantiene capitalizando lo aprendido con los catalanes mediterráneos: dando clases de idioma a ricas jóvenes de la sociedad rosarina mientras destaca en su labor como peluquero y comienza a descubrir su amor por los números, las matemáticas. Viaja, durante años, manteniendo una casa en la zona del barrio de Refinería, en donde aún vive y lee sus tratados de matemática y física. Hoy en día es capaz de citar de corrido a los traductores del legendario matemático árabe Al Juarismi: Juan de Sacro Bosco o Holly Wood, Juan de España o el euclidiano Adelardo de Bath. Recuerda pasajes enteros de la ‘Teodicea’ o de las ‘Bases del cálculo diferencial’ de Gottfried W. Leibnitz, que murió en una biblioteca. Puede calcular el número exacto de moléculas de té que encierra su taza, valiendose de ciertos datos y sus saberes. Todo esto lo disfruta como quien arma intrincados modelos a escala de galeones bucaneros, minucioso en el detalle, en la suma exacta.
A los veinticinco años de edad Beniamino Doménico ingresa en el ferrocarril, sitio del cual jamás saldría. Siempre disfrutó su condición móvil. Lector insobornable, a lo largo de su vida ha recolectado una cantidad de saber tal que harían falta dos o tres ‘don Benjamín’ para poder canalizar semejante tesoro, semejante cantidad de sangre. La biblioteca que soporta su casa es un cosmos en sí. Él fue el primer hombre que se acercó aquella primera tarde anochecida de otoño en la que entramos al ‘Susto’ con Winston, y la excusa fueron, otra vez, los libros.
Creyó reconocer un volumen y preguntó en dónde lo habíamos conseguido. López le respondió con simple honesto ademán y don Benjamín se presentó un poco más formalmente. Mucho más lejos supimos porqué don Benjamín preguntó por dicho volumen. Estrechamos nuestras manos de varones y dimos fuego a una charla que, aún ahora, no termina.
Pasamos de todos los prólogos y fuimos directamente a la sangre de los libros, al fragmento de tinta que siempre se queda pegado en los dedos, en las huellas digitales mejor, para ya nunca desprenderse de nosotros. Al desenvolverse la charla, resultó que mi padre y su hermano trabajaron junto a don Benjamín durante la década del cincuenta. Ellos habían subido desde muy jóvenes, hacia el norte de la Argentina, clavando rieles, pernos, canto rodado. Trabajando a la vera de la vía, al destino que empuja la locomotora siempre un día más, un día menos. Siempre buscando el destello que guíe la maza, frene el reflejo y haga un camino de fierros y piedras y maderas inmortales, grasa y truenos, dicha y cansancio. Ellos trabajaban sin saber que eso es la historia: trabajar en un país, en la construcción de un fragmento de un país: un bien común que van a poder disfrutar tus hijos, y los hijos de tus hijos, y los hijos de ellos. Kilómetros de orgullo tácito les iluminan hoy. Don Benjamín les leía, al terminar la jornada. Fumaban los obreros a la sombra de los vagones y la voz grave de Beniamino (aún no era ‘don Benjamín’) anunciaba las parábolas de Franz Kafka, los tributos que pagaban por ballenas enormes en otros lugares, otros obreros, trepados a otros trenes.
El silencio de los ferroviarios en los silencios de la lectura era respetuoso y reverente. Cada uno de ellos sabía, aunque no comprendiera del todo lo que escuchaba, que estaban presenciando una experiencia única, una performance tramada por el destino para que ellos pudiesen escuchar.
La voz del itálico cantaba las historias.
Él recuerda viajes larguísimos, relatos de cada pueblo, caras y voces de cada ciudad en cada anécdota en donde el tren se detuvo. Y recuerda, claramente, a mi padre y su hermano, sus calvos cráneos brillan al sol del recuerdo de don Benjamín.

Ahora, este martes de madrugada que recién comienza, le distingo, al través del cuadriculado tabique de vidrio: tacando una bola, preciso, enorme, firmemente inclinado sobre una mesa grande de voluminosos bolsillos de red en las esquinas, tizando el extremo de su taco, anotando un escore favorable en la pizarra. Improvisando clases de geometría para sus colegas de acuerdo las esferas ruedan sobre la mesa, inmensa, celeste. Sus gestos me bendicen, en silencio.

Gestos.
Veo y no presiento los gestos de López, hablando acerca de sus animales en el mundo.
Escucho la pureza de su narración que al entrar en mi cerebro se convierte en otras cosas.
Maduras, contundentes, las frases de mi amigo me divierten, me acolchan. Dentro de las palabras de Winston encuentro rastros de diversos lugares, estampas disparatadas en las consonantes, luces de bengala en cada imagen que permite escape de su boca.
Rara vez se oye interferencia en la voz de ‘Oriente’. Los diversos nombres de aquellos que conforman su enorme familia se van acumulando en una verborrea agradable, de comedia.
Termina un párrafo, termina un trago y comienza a disculparse por pasar al baño. Levanta su cuerpo delgado y largo, de mulato, desde la curvada y firme silla, ríe. Conforme ‘Oriente’ se aleja hasta el toilette mis palabras acompasan su paso: -¡Qué fenómeno, tu familia!
Asiente, murmurando: -Fenómenos... Sí: ‘Fenómenos Naturales’, ‘Freaks’, de Todd Browning.1932.- Agrega implacable, erudito. Las risas cascadas de los goznes en la puerta vaivén del baño le protegen mientras ingresa al cuartito con olor a cloro o Fluído Manchester o creolina o algo parecido.
Quedo solo en el murmullo silencioso del ‘Susto’, sitiado por los vasos vacíos y el cansancio de haber cumplido una jornada de trabajo. La satisfacción de escuchar, de ver, de beber junto a mi compañero Winston López, ‘Oriente’, ‘el Errante’.
Hago un gesto unívoco con mis manos que atraviesa todo el salón entero y cae frente a ‘el Italiano’, inane. Lo recoje Eufemio Argentino, que está a punto de salir, peinadísimo y sonriente y le comenta a ‘Giácomo’ mi inquietud. Éste asiente tocando su mínimo bigote con dos dedos furtivos, desde detrás del estaño. Escondiéndose por un instante tras el enorme mueble, emerge con una cerveza fría en una mano y su impecable trapo rejilla en la otra, repasando el cuerpo de la botella en metódico ademán, profesionalmente.
Eufemio Argentino Reyes pasa caminando, mínimo en sus abrigos enormes, saludando con gestos frente al mostrador y sale por la puerta más chica, cerrándola con su llave al salir, al entrar en la noche que lo traga, minúsculo, en silencio.
Los pasos y obstáculos que separan a ‘el Italiano’ de la mesa en donde estamos le dan gracia, le adornan en movimientos exactos, veloces, minuciosos, que sólo él podría ejecutar con tal sincronía. Destapa la botella en gesto seco de sordo ruido, plantandola certero entre los vasos manchados de blancas marcas en el interior. Agradezco su número con una sonrisa de mis cejas y él la devuelve, cortés y silencioso, retocando su bigote, su ceja derecha, regresando a su sitio.
Espero el retorno de mi amigo para llenar los vasos rumiando, murmurando los últimos cuarenta y siete segundos en los recodos de la memoria, notando que ‘el Italiano’ ha cambiado el parche en su ojo, hoy lleva uno de cuero negro, nuevo.
Sufre de glaucoma, desde muy joven, en ambos ojos, el izquierdo se agrava y la última operación, la decimotercera, no fue exactamente un éxito. Debe mantenerlo tapado. Le da un aspecto de misterio a su cara redonda y blanca, tocada por el breve mostacho y esa barba en perilla, casi de Lenin.
Winston regresa diciendo: - El que es un fenómeno real es el tío Vladímir. Vladímir Krassniasky, nacido López, como dicen los franceses.- Y se sienta recibiendo el vaso colmado, agradecido. Continúa, sobre el choque cordial de los vidrios fríos y el trago: - se fue a Moscú en 1918.- Y calla, bebiendo.
- ¿Cómo? – pregunto, obvio, espectador.
- Sí. El viejo papá Isaac tuvo tres hijos: mi abuelo Piotr, Diádia Vladímir y la tía Fiálka, ‘la pobre Violetita’ decía mi abuelo Piotr. Murió muy jóven, en Córdoba.
- Si, lo sé, me contó tu madre. ¿Vladímir fué a Moscú en el ‘18?
- Sí. A fines del dieciocho o primeros días del diecinueve. Se enteró de la revolución y no lo meditó mucho. Trepó a un buque que zarpaba de Buenos Aires para Rusia y se fue nomás. Él decía ‘vertiet, domá vertiet’. Toda la prole del viejo papá Isaac hablaba perfectamente el ruso, aún hoy.
Este dato lo conozco bien, en las tardes en que disfrutamos del proyector de super ocho que compró el padre de López en Nueva York en el ‘73, pude escuchar muchas veces el idioma ruso, ese canto lleno de eñes que doblan y erres simuladas entre zetas y pes, tches y khas. Además, los periódicos y revistas en ruso plagaban la casa de López, aún hoy. Su madre aún le escribe notas en ruso.
- Deberíamos buscar las libretas y cartas que envió el tío Vladímir, a lo largo del siglo veinte. Las guardó mi madre, están en el Uruguay.
- ¿Libretas?
- Libretas. Unos cuadernitos muy particulares en los que el tío Vladímir Krassniasky anotaba sus impresiones sobre Rusia y todo lo que veía. Los símbolos, el cirílico, la caligrafía del tío es impresionante en lo minucioso, teniendo en cuenta que escribía trepado a trenes oxidados, parado junto al arado o entre las calles sucias de alguna ciudad. Hay dibujos también.
- ¿Porqué cambió el apellido?
- Él renegaba del ‘López’ con el que bautizaron en aduanas al viejo papá Isaac, y el ‘Lipshick’ original estaba ya muy lejos de identificarlo. Entonces optó por ‘Krassniasky’: ‘el más rojo’.
- Es buena esa. ¿Qué hacía? ¿Qué hizo en la vida, además de ser el caso más extremo de comunismo?
- Trabajó en el campo al principio; llegó a los diecinueve, veinte años, imaginate la energía que gastaba, además estaba muy impresionado con su patria, confrontado con lo que siempre había escuchado de su padre, sus ganas de construir eran interminables.
- Comunista. Simplemente comunista.
- Mucho más. Diádia vladímir estudió. Aprovechando la apertura del nuevo régimen del proletariado, estudió y se doctoró con honores en física y mecánica, llegó a ser uno de los responsables de la puesta en órbita de Yuri Gagarin, en el ’61. Viajó mucho, por el mundo entero y jamás vió morir al comunismo: un hombre casi enteramente feliz. Toda su vida.
La voz de López crece en el sacro silencio del bar, enorme, sin aturdir. Alcanzo a divisar la silueta de don Benjamín que crece también en el trasluz del vidrio verde y sale, derecho a su taza de té. Bebe un sorbo y sonríe parado ante la mesa treinta y seis, sonríe, nubladas sus gafas, y su sonrisa nos abarca, desmedida. Empina el resto de ginebra del vasito y retorna, eterno, a su billar.
La voz de ‘Oriente’ relata las aventuras de diádia Vladímir, aquel que se convirtió al comunismo. Dice que después de haber trabajado en el campo algunos años, viajó por toda Rusia, conociendo, ampliando su espectro. Hasta instalarse en Moscú, en donde cursó estudios universitarios. Desarrolló algunos experimentos en el terreno de la agricultura mecanizada, unos bizarros sistemas de puentes que aliviarían al suelo del daño que produce el peso de la maquinaria agrícola. Poco antes de terminar su carrera, en unas vacaciones en Misjor, la costa sur de Crimea, conoció a una mujer: Natela Chavchavadze, bellísima pintora georgiana con la cual mantendría una intensa relación durante más de cuarenta años, sin jamás casarse. Ella gustaba escuchar los discos de la colección de Vladímir: Agustín Magaldi, Carlos Gardel, Tita Merello, y así aprendió a hablar en argentino. Sus cartas están llenas de giros lunfardos, escritos en cirílico, casi una fonética de lo imposible. Mientras Vladímir escribía sus libretas de impresiones, ella las ilustraba en tintas aguadas, carbonillas o simple lápiz. Verdaderas obras de arte, las libretas las conserva la madre de López, en la casa de Montevideo. En ellas podríamos ver lo que veía Vladímir: qué sentía en su espíritu parado cerca de las trincheras durante la gran victoria de la batalla de Stalingrado, las gritonas aves de la ribera del Kázari, el desarrollo de sus teorías, impecables. Relata tardes enteras dibujando ante el monumento al perro en Koltushí junto a Natela, en donde ella dibujaba, rauda, retratos al lápiz . Diádia Vladímir murió en 1981, en Bruselas, mientras se desarrollaba un congreso en el cual era uno de los invitados de honor. Un certero ataque al corazón le extinguió, minutos después de haber recibido una condecoración del gobierno Belga. Le acompañaban Natela y sus colaboradores más cercanos, su propia gente. Fue enterrado en la gran madre patria y el gobierno reconoció a Natela con una pensión a pesar de nunca haber estado formalmente casados, era por todos sabida la relación que los unía. Ella jamás necesitó la pensión, su carrera de pintora le permite vivir más que cómodamente, entonces creó la fundación para las ciencias y las artes ‘Vladímir López Krassniasky’, que realiza el intercambio de estudiantes entre Rusia, Argentina y Uruguay. Aún mantiene contacto con la ‘siem iá’ , la familia que nunca estuvo lejos para ellos en Montevideo y Rosario jamás dejaron de recibir los sobres voluminosos llenos de libretas y hojas escritas a lápiz, así como él nunca dejó de recibir discos de tango y libros de autores argentinos y uruguayos.

Ahora la voz de López se mezcla en el recuerdo con las caras que veo en su relato, en mi memoria.
Ahora la voz de ‘Oriente’ me desorienta, en el recuerdo.
Regresaré a las cartas, a las libretas, a los recuerdos de la memoria, indistintamente. Regresaré a ‘el Susto’ con Winston, con su familia de fenómenos, con sus acentos disparatados en la narración.
Regresaré con don Benjamín a los billares y dominós.
Regresaré a la voz de ‘Oriente’ si eso me es permitido.
Por ahora diré que esto
(continuará)



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