sábado, 6 de enero de 2007

'Otro Aguirre, otra ira' (II) relato

17 de Mayo de 1975

Bajaba por la pendiente de una calle descubierta; bajo el cielo negro de amenazas, silbando un ‘tinta roja’ destemplado, apagado por saberlo prohibido. Indefenso ante el tiempo. El tiempo se lo pasaba amenazando, dando temor. El espeso olor de la calle le inquietaba la nariz, el olfato. Calmó el asco con un poco de tabaco, respirando hondo cada bocanada. Abollando el atado colorado en su enorme diestra lo arrojó a la calle deliberadamente. Odiaba esa ciudad hedionda llena de milicos, sucia, fría por demás. La Bestia enfiló lento hacia los piringundines de puerto, con sed, sin deseo, confundiendo la ciudad con otra mujer. Las últimas gotas de tinta roja se disolvieron hasta apagarse junto al recuerdo de ciudades remotas. Cargó un áspero gargajo y escupió con puntería, años de escupir.
La obscura bienvenida se adelantó con el gesto del barman, quien destapando una botella verde llenó un vaso de ancho culo, gordo, transparente y pesado. El recién llegado, arrancando la estampilla azul a un atado de Colorado, sentando sus carnes en una banqueta brillante, acodándose sobre el rojo desteñido de la barra, saludó:
- ¿Qué decís, pibe?- y, señalando el vaso que el otro depositaba sobre una impecable servilleta, agregó:
- Qué disciplina la tuya, todavía no me senté y vos... -Señaló otra vez. Mientras en el tocadiscos arrancaba un tango, el barman agradeció:
- Ya ve jefe, estamos para servir.- Incapaz de comprender el real significado de su elocuente sentencia, acomodó las botellas de bajo la brillosa, la desteñida barra; el agradecido, el servicial, el obediente barman. Resistiendo los años de la púa y los propios, el disco insistía en el aire.
Al empinar el primer trago, Aguirre escuchó atento el tango sonando, lejano. Escuchó que en cierto fondín, el tano lloraba algún rubio amor. Creyó escuchar por unos segundos la templada voz de su vecino a través de un tapial allá en la infancia. Sin dejarse ganar, interceptando al barman, el brazo casi en alto, dijo:
- Ese tango está prohibido, pibe. Te vas a meter en un quilombo si empieza a caer el milicaje.- Lo dijo en un tono intermedio, sin ánimos de intimidar. Se dio asco, el tango le gustaba. Pero estaba prohibido.
- No en Bahía Blanca, jefe, no en Bahía Blanca.- Retrucó el complaciente, el siempre dispuesto barman.
Exacto, se dijo Aguirre, está prohibido pero no para nosotros. Está prohibido para la gente, para el pueblo. Tanteó el atado y encendió otro cigarrillo, vació el trago y dijo otra pibe. Enseguida jefe, se escuchó desde detrás de la barra. Tentó en el fondo de la cabeza: no para nosotros: no. Hubo un intervalo. Nosotros. No.

Al calor de la ginebra recordó el momento exacto en que Elena abandonó la ciudad. No Bahía Blanca, otra ciudad perdida allá en la adolescente torpeza de Aguirre, a sus diecisiete años. Dejó que la memoria fluyera, desenterrando imágenes poco a poco, sin prisa ni deseo. Otra vez. Revivió el segundo momento, el de la real soledad. El estupor de la partida de Elena le paralizaba, sus cortos catorce años se licuaron en una espaciada parodia de llanto seco, angustia mal dicha que nunca sabría rodar por sus mejillas. Maldijo al padre de ella, militar. El traslado de éste le robaba lo único que pudo llegar al alma de La Bestia, si es que tuvo alguna. Ella, torpe adolescente, se sumió en un mutismo infranqueable dejándolo a él, bruta bestia, hundido en el odio y el silencio.
En el silencio que lo envolvía juró volver a ser el mismo animal instintivo que era antes de que las rosadas caricias de Elena le tocaran. Solo se quedó su dolor para encontrarse con la pena unas cuadras más lejos, cerca del boliche del Ñato, que ya empezaba a frecuentar, forjando así una coraza de bebida y brutalidad para el dolor, para dejar el dolor afuera. Allí, en el boliche le apodarían ‘la bestia aguirre’. Alli en ese boliche comenzo a ser quien seria hoy, en bahia blanca. Escuchó, desde el fondo de su cráneo, una orden clara y efectiva.

La oscuridad y la sordidez del sitio se hicieron palpables nuevamente.
La calva cabeza del barman asintiendo a un uniforme limpio destacaba contra los sucios espejos del fondo de botellas, en silencio. Entonces no vio más a Elena, su partida. Saludando con gestos a los recien llegados, percibio el final del tango. El boliche sucio del Ñato se desdibujaba en su mente, convirtiéndose en el oscuro piringundín en el que estaba en realidad. comenzaba a retornar. Lentamente, sin expresiones en su rostro, fumando como siempre, cavilando.
En silencio. Volviendo mecánicamente a Bahía Blanca y su tiempo suspendido en el aire, llenó los pulmones con el vaho del alcohol en el fondo gordo y pesado del culo del vaso, apuró el trago y ordenó otra, en silencio, en el mortal silencio que el tiempo le regalaba.

(continuara)

julio t.-2000-

1 comentario:

julio t. dijo...

esto es parte de un grupo de relatos que narran escenas de un tipo que trabaja de torturador en los setentas en argentina. detesta a los militares, pero es su trabajo estar de lado de ellos. nada le interesa realmente en la vida.