sábado, 6 de enero de 2007

'As de trece' (novela en curso)


a) ‘el humano y sus secreciones’

Lentamente, espaciados, a traves de la ventana que comunica el salón con mis manos laboriosas, llegan los grupos de pocillos sucios de café, algunos a medio terminar. Lenta, pausadamente, acompañados por el ritmo de la camarera, los objetos van sumergiéndose en una turbia agua de detergente, café y restos de gaseosas aguadas. Allí descansan breves instantes hasta que mis propias antedichas manos les desprenden la mugre, les enjuagan el blanco a las porcelanas, el trasluz del brillo a los vidrios, con una esponja amarillo y verde. Hay veces en que contienen restos de sobres de azúcar o edulcorante aplastados entre el fondo de café del pocillo y el culo del vasito de soda vacío, encajado dentro, lleno de cenizas, restos de papel. Colillas de cigarrillos asquerosamente empapadas en lo que fuera un pálido cortado liviano, espumoso. Las cucharitas vienen en grupos dentro de los vasos de trago largo, en restos de soda turbios, sucias, sin gas.
Una vez ingresada cierta cantidad y separados por sectores en el fondo invisible de la bacha llena de espumoso detergente: comienza un intenso lavado que acumula vajilla húmeda en una vasera algo vieja y oxidada por sectores pero harto útil para el escurrido. Los sonidos se mezclan con el trueno constante y nada creador del extractor de aire, amplificado en la inmensa campana bordeaux, de antióxido y las heladeras que tiemblan metálicamente. La radio descarga una voz que dice los resultados del fútbol del campeonato que terminó ayer y pronostica los del que comienza esta noche, apenas audible, nada graciosa. Lavo vasos sin mirarlos. Siento el agua tibia y las formas no exactamente iguales de los vasos que, enjabonados, se detienen un momento esperando ser enjuagados. Siento lo resbaloso del detergente, corrosivo a mi piel. Miro. Veo el lugar de cada vaso, frágil. La esponja y sus dos lados marcadamente diferentes juega en mi mano derecha, se mete con impune acrobacia en las bocas hasta tocar fondo y sale satisfecha, limpiando todo vestigio de humano que pueda haber quedado entre el vidrio y el aire. Un ruido, sordo, me abre la vista hacia la izquierda: la cara delgada y redonda de la camarera, asomando, pregunta si tengo vajilla limpia y si se la puedo alcanzar cuando pueda, por favor. Detrás de su voz, pero por sobre todo rueda un rumor de gente en acción, en palabra. Sí. Mis dos respuestas son: sí. Se va, agradecida en un murmullo amortiguado. Enjuago mis manos, las seco pobremente en el delantal, grueso, y acerco la bandeja con algunas cucharitas para el café y vasos boca abajo, escurriendo, hasta la ventana. Abro la puerta y el rumor se traga mis oídos. Voces. Voces y música: imposible descifrarlas. Recibo una bocanada de aire frío del salón, falso fresco aire. Bajo la puerta de la ventana y retorno a mi cápsula, a mi cosmos. Seguro en mi soledad descanso en el rincón un inmenso minuto, el reloj dice la hora diecinueve cuaretnta, López debe estar llegando a ‘el Susto’. La voz de la radio se va adelgazando hasta silenciar su descarga monótona y su falta, el silencio, me despabila. Aprovecho la oportunidad para desconectarla con la clara intención de encenderla dentro de un rato, descansar los oídos. Veo ‘el Susto’ amarillento y cálido, con sus hileras de botellas de otros siglos en la pared del fondo del estaño y éste, enorme, imponente, soportando codos y vasos, ceniceros atestados y monedas que caen cada vez con peor gracia, las recuerdo con los ruidos, cada vez más nítidos, que me envuelven. Las voces sobre todo, sin aire fresco, voces no más.
Retorno a la pileta y sigo lavando, enjuagando sólidas piezas. El agua. El ritmo de los vasos y la vajilla sucia de labios ajenos y café. Lo resbaloso del detergente que hace resbalosos a los objetos. De súbito recuerdo: ayer, mientras preparaba la mezcla para cocinar panqueques, salpiqué mis pies desnudos en sandalias con volátil harina. Un rato más tarde cayó fresca agua sobre ellos, pobres cansados pies y pensé en el pan, en los zapatos de pan de Salvador Dalí, en los pies del cristo, en el pan que Él legara; en el cristo que pintara Salvador al cual es difícil verle los pies. las voces me daban estos matices, estos destellos aburridos de la gracia. Las voces apagadas del salón y las más apagadas aún de mis recuerdos. Vívidamente opacas, devolvían la imagen de una sonrisa a mi cara, indescifrable. Jubilosamente, descubro la propia mueca y retorno al instante, al momento de gracia que estoy experimentando. Giro. No caigo y sigo trabajando en armónicos, húmedos movimientos. La hora continúa su discurrir.
En cualquier momento llegará el negro ‘Noway’. El reloj así lo indica. Hombre probo, obrero como pocos, creo que en su lento ser reside su sabiduría. Cocina pizzas con la gracia de un centrehalf de San Lorenzo de Almagro definiendo certero un furioso empate, henchido en la azulgrana de piqué. Consigue que los diversos pedidos se aúnen en obra maestra del antiguo arte de la pizza y desconcierta a los encargados que le preguntan por la ventana grande: ‘¿ya está..? ¿todo?’ con esas caras de estúpidos y ‘Noway’ sonríe y asiente, satisfecho ante el estupor ajeno. El negro ‘Noway’, ‘No way’ o ‘nogüey’ como él mismo dice de sí, es un gigante de veintisiete años macizos de vida certera en el legendario barrio ‘Las Flores’ que, habiéndose casado con una menuda abogada de clase media a la cual conoció en el azar de un litigio que les rozaba apenas por el borde la vida de ambos, enderezó su rumbo al encontrar el amor de su mujer y, luego, sus dos hijos. Ella se ve feliz siempre que aparece con uno de los gemelos, tranquila en su andar, como el mismo negro ‘Noway’. Él supo boxear en otras épocas, antes de sus horribles problemas y antes de conocer a Miriam; ‘la Miriam’, dice él, y sus ojos se rebalsan de agua que enjuaga y entornan la sonrisa. Supongo que ambos han encontrado su rela sitio en el universo, al conocerse. Sus vidas mutaron a lo que son hoy bruscamente, por fuerza. Ellos no lo notaron hasta hace muy poco tiempo, seis años más tarde. Mientras los gemelos crecen al ritmo agigantado del padre, nunca puedo distinguirlos. Inteligentemente, el negro y Miriam han optado por que cada uno de los niños tenga una vida y no que haya una vida exactamente igual para ambos: exactos pantalones, mismas remeras, idéntico corte del pelo, etcéteras etcéteras. Por eso es que me desorientan, nunca sé realmente ante cuál de ellos estoy, mutan.
Al desorientarme pienso inmediata e infaliblemente en mi amigo López, ‘el errante’, ‘aquel-que-camina-por-sobre-el-mundo-sin-fin’, mi compañero desde siempre: ‘Oriente’.
Winston López, mulato uruguayo nacido en Montevideo en el año 1969. Hijo de una uruguaya y un argentino, ambos de raza judía. El apellido de su bisabuelo paterno, el que bajara del barco en febrero del año 1882, no era exactamente ‘López’, pero el criollo empleado de aduana que registraba a cada inmigrante en un enorme libro negro no comprendía una sola palabra de las que traía en la boca este ruso alto y delgado como una espiga, entonces fijó la vista en el último apellido que había anotado y escribió: ‘López’, dudó y agregó: ‘Isaac’, que era lo único que comprendía al escuchar al ruso. Los símbolos que le mostraba éste desde un grueso papel anmarillo nada significaban. Entonces, calculando e inventando, llenó el formulario de desembarque y dio entrada al país a ‘Isaac López, ruso, 20 años’. Y así, renombrado, desembarcó el ruso Isaac en el puerto de la ciudad de Buenos Aires, en Febrero de 1882, a la real edad de diecisiete años. Este muchacho alto y estirado se convertiría en ‘el viejo papá Isaac’, el bisabuelo de ‘Oriente’.
Noventa años más lejos nacía en Montevideo Winston, el errante.
En un atardecer soleado del soleado Uruguay.
Mintiéndome, creo ver todo eso ahora, ensoñado. Ahora, ciento veinte años después, su bisnieto regresa al mundo, a la ancha enormidad del globo terráqueo, por tierra, aire y agua. Atraviesa el fuego y lñas distancias, se acerca a la pequeñez del mundo. Ha visto océanos desiertos desde la congelada proa de un carguero holandés, montañas de carbón recién extraído de una mina ene l Canadá, naranjos matemáticamente plantados en el sur de Israel. Ha escuchado Londres a las dos de la mañana de un viernes, ha sentido el calor explotar en su cuerpo en una fiesta en Miami en el año ’95, ha debido rezar en aquella ocasión de muerte y año nuevo en Japón, creo que en kyoto. Ha visto películas hermosas, protagonizadas por Charlton Heston, en mi casa, junto a mi madre, bebiendo sabroso té nacional con tortas de chocolate. A narrado sus selectas anécdotas a mis padres en jornadas veraniegas, en las cuales la ciudad parecía derretirse una y otra vez sobre sí misma generando una melaza en el ambiente, mientras mi hermana cortaba y distribuía melones escritos: el elixir. ‘Oriente’ ha sido una brújula en todo sentido para mi vida, ha delimitado senderos y pude transitar sin temor a lastimar mis pies, hollar. Ahora, en este preciso instante está sentado en una mesa de ‘el Susto’, fragmentando una cerveza entre él y sus anotaciones.
Investiga el interior y el exterior humano con uina minuciosidad que un entomólogo querría tener la noche de su tesis. Anota, todo lo que ve lo anota en donde puede. Luego decodifica en cuadernos. Anota en varios idiomas, su capacidad errante le brinda tal don. A lo largo de todo su gran viaje por la vida ha ido anotando impresiones, fragmnetos de viajes, kilómetros de tinta vividos en el único sentido de la aventura, como aquellos románticos historietistas italianos.: la aventura. ‘Oriente’ vio aparecer el sol en África, a escasos metros de una jauría de hienas, pudo ver cómo en pocos minutos una mancha en le piso era todo lo que quedaba de una presa: adultos alimentando a sus cachorros, lamiendo el borde de un filo, las especies en conjunción. Sintió hambre alguna vez . Y, siempre, fue un hombre afortunado.
- Loco... – tal el saludo de ‘No way’ llegando, arrancándome repentinamente de mi fortuna.
- Cómo va... – respondo sin mirarle, presintiendo sus movimientos: levanta el brazo para descolgar la llave del vestuario, medio cuerpo dentro de la cocina, gira y, en el mismo movimiento se enfrenta a la cerradura que cede: el vestuario y su olor a metal son ahora enteramente suyos. Cierra la puerta.
Ahora estoy sujeto a una relación. Desde este preciso momento mi soledad, el reinado, se desvanecen. Debo compartir con otro sujeto el tiempo que dure la jornada.
Soy afortunado: ese sujeto será ‘Noway’.


(continuarà)

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